John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

lunes, 28 de septiembre de 2020

CUANDO RECIBÍAMOS CARTAS

Añorar aquellos remotos tiempos en que recibíamos cartas de personas físicas -por lo general lejanas- y no únicamente impresos y propaganda se ha convertido casi en un tópico. Cierto, hace un montón de años que nadie me escribe para explicarme algo, por el simple placer de comunicarse conmigo, en vez de pretender que compre un producto o pague una factura. Pero, francamente, yo no soy mucho de recrearme en este tipo de nostalgias, por lo general prefiero pensar en las cosas buenas del tiempo presente. Sin embargo, hace poco alguien me pidió -por correo electrónico, por supuesto- que contestase una serie de preguntas acerca de la "perdida costumbre de escribir cartas a mano". (Comprendo que es mucho pedir, pero hubiese sido un punto que una encuesta así se realizase a través, precisamente, de una carta manuscrita.) Que ya de entrada mi encuestadora quisiese saber si había escrito "alguna vez" una carta a mano me hizo comprender de inmediato que quien había redactado las preguntas pertenecía a una generación como mínimo millennial. Dios mío, tuve ganas de decir, ¡pero si me he pasado mi infancia y adolescencia escribiendo y recibiendo cartas! A mis padres, cuando estaba fuera de casa; a mis abuelas, las temporadas que alguna de ellas pasaba en otro lugar; a mis amigas y amigos, en circunstancias diversas y con diverso grado de intimidad; incluso escribí a desconocidos, por motivos varios, desde pedir un certificado a solicitar una beca (esos trámites que ahora liquidamos en un clic se resolvían entonces mucho más lentamente, por correspondencia). Y sin duda mi caso fue leve, pues  puede decirse que viví los últimos coletazos de la época de esplendor de las relaciones epistolares: muy pronto las cartas personales quedaron sustituidas por el teléfono y este a su vez, unos años después, por el correo electrónico (últimamente, parece que nos comunicamos básicamente por whatsapp, ¿qué vendrá después?). Buena muestra de ello es que en las novelas del XIX y principios del XX los personajes consagran una cantidad asombrosa de tiempo a poner al día su correspondencia. "Dedicó el resto de la mañana a escribir cartas", es una frase habitual en las publicaciones  de la época. Claro que si midiésemos el tiempo que ahora consumimos diariamente en atender a mensajes de móvil, e-mails y otras servidumbre de las pantallas que nos rodean, el resultado sería seguramente, más que asombroso, aterrador.  

Yes or no, de Charles West Cope (1872)

No pertenezco tampoco al bando de los que dicen que "la gente ya no escribe". No es cierto, se escribe muchísimo -¿no están ustedes todo el día contestando o generando correos electrónicos y mensajes?-, solo que el medio condiciona el discurso. La extrema facilidad con que el formato digital permite borrar, cortar y pegar hace que volquemos sobre la pantalla lo primero que se nos ocurre. No hay -no parece haber- necesidad de meditar antes lo que vamos a decir, si podemos corregirlo sobre la marcha. Puesto que los humanos tendemos por naturaleza al mínimo esfuerzo, el resultado suelen ser unos textos pobres tanto en cuanto a léxico como en cuanto a fluidez. Cosa que se ve agravada por la sensación -que desde luego no teníamos con las cartas escritas a mano- de que esos mensajes, compuestos de meros bits, son efímeros. Igual que los libros digitales se convierten, una vez leídos, en "libros fantasma", abrigamos la fantasía de que cualquier texto que no se fija sobre papel queda para siempre perdido en el éter. (Es una falacia, por supuesto, todo deja rastro.) Pero no es mi intención extenderme sobre esto, o no hoy al menos.

Podríamos decir que la comunicación interpersonal, el contenido (más o menos) lo conservamos. Lo que indudablemente hemos perdido con la desaparición de las cartas manuscritas es esa parte de la personalidad de los corresponsales que quedaba plasmada en lo que no es propiamente el texto, en su materialidad: la elección del papel, del instrumento de escritura (pluma, bolígrafo, color de la tinta...), del sobre e incluso de los sellos; y, sobre todo, la letra peculiar de cada cual, su tamaño, su inclinación, las líneas más o menos rectas y los márgenes más o menos generosos. Cuando uno recibía una carta, todo en ella rezumaba individualidad. Con solo ver cómo estaba escrita la dirección en el sobre, sabíamos al instante quién nos había escrito. Y, si por casualidad el remitente nos era desconocido, todo esos elementos nos ayudaban a hacernos una idea cabal de cómo sería. Había letras nerviosas y atropelladas, o bien ampulosas y seguras de sí mismas, mientras que en la poca habilidad para trazar otras se traslucía bien a las claras el nivel cultural de su autor. Cuando solo se escribía a mano, la educación recibida se transparentaba en la letra: recuerdo que mis dos abuelas -que casualmente habían ido al mismo colegio de monjas, aunque con algunos años de diferencia- tenían una letra muy parecida. Siempre imaginé, al leer sus cartas, a unas niñas con delantal y una abundante cabellera rematada por un lazo, inclinadas horas y horas sobre sus pupitres, trabajando esa caligrafía uniforme que demostraría que eran señoritas bien educadas.  

Ahora podemos acceder en unos segundos a la foto de perfil e incluso a las fotos de las vacaciones de casi cualquier remitente, incluso a las de su gato (y, Dios no lo quiera, a otras imágenes más comprometidas). Paradójicamente, esto nos dice menos de su personalidad de lo que, unas décadas atrás, una carta manuscrita nos hubiese revelado. Sí, no hay duda, eso se ha perdido para siempre. Tal vez nos comunicamos más, pero sin duda peor.