John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

lunes, 26 de agosto de 2013

INSTRUCCIONES PARA LEER UNA RECETA

 
Uno de mis géneros favoritos (aunque puede debatirse si se trata de un género) es el de los recetarios de cocina. Confieso que pertenezco a esa clase de lectores -hay más de los que creen- que abordan su lectura como si de una novela se tratase; es decir, que empiezo por la primera página y sigo leyendo las recetas en orden hasta llegar al final. Un proceder que puede parecer absurdo, pues al fin y al cabo, se supone que los libros de recetas son obras de consulta, como las enciclopedias, donde uno busca sólo aquella información que precisa en un momento dado. Pero cualquier recetario digno de ese nombre (excluyo deliberadamente esos engendros que abundan en las grandes superficies, llenos de fotos de abigarrados colores acompañadas de unos anémicos textos traducidos de algún otro idioma por alguien que no ha andado nunca entre fogones) tiene su propio estilo y su propia trayectoria narrativa, que nos transporta desde los entrantes más ligeros hasta la plácida dulzura de los postres, tras haber transitado por un emocionante crescendo que pasa de las verduras y arroces a las aves, y de ahí a las carnes rojas y los pescados. Cuando cerramos el libro, hemos evocado tantas sensaciones, olores y sabores (puesto que la comida está tan ligada a la convivialidad, a las experiencias sensuales más básicas y, en suma, a ese vínculo esencial entre cuerpo y espíritu) como si hubiésemos leído la más sabrosa de las novelas.  Es más, la propia receta -igual que sucede con cualquier escena narrativa- tiene su planteamiento, su nudo y su desenlace: partimos de los ingredientes en su estado primigenio y seguimos las complicaciones de su preparación, no exenta de peligros, para llegar al feliz final, con el plato listo para ser devorado por los ansiosos comensales. También, como sucede con las novelas de misterio, las recetas encierran a menudo escollos y enigmas para el lector. Cuando el autor nos conmina a " preparar un almíbar clarito" somos presas de la ansiedad: ¿cómo de claro? En otros casos, es la propia complejidad de la receta la que nos deja sin aliento: pasos y más pasos de preparación, de cocción y, cuando creíamos que ya estaba listo, resulta que hay que dejarlo reposar varias horas, antes de darle los toques finales. Agotador. Pues es inevitable ir siguiendo mentalmente los procesos e imaginarse poniéndolos uno mismo en práctica.


Aparte de la emoción y la zozobra inherentes a la lectura de cualquier receta, los libros de cocina tienen el atractivo añadido de reflejar con más precisión que muchas novelas aspectos de la vida cotidiana de cada época. Para sentirnos transportados a un hogar burgués de las primeras décadas del siglo XX, nada mejor que recurrir a La cocina completa, de la marquesa de Parabere. Igualmente, el archiconocido recetario de Simone Ortega, esas 1080 recetas publicadas en 1972 que según se dice enseñaron a cocinar a varias generaciones de españoles, se lee hoy como un documento costumbrista no exento de encanto. Recetas como "Sesos al gratén con bechamel y champiñones" dudo de que aparezcan hoy en la mesa de muchas familias corrientes, mientras que otras, como las "Angulas en cazuelitas"  se han convertido simplemente en irrealizables por motivos económicos.
Es posible que para cocinar un plato determinado, lo más práctico sea recurrir a un vídeo explicativo de YouTube, pero para cualquier aficionado a la gastronomía, nada sustituye al placer de la lectura de una (buena) receta.
 

martes, 20 de agosto de 2013

REMEMORANDO LECTURAS VERANIEGAS


No sé si ha sido el aroma de los pinos o la visión casual de algunas cubiertas antiguas, pero  estos días pasados un flash de memoria me ha transportado a lecturas veraniegas de hace muchos años. En concreto, a las que fui descubriendo en la casa de verano de mis abuelos, en las breves temporadas que pasábamos allí durante mi infancia. Con la perspectiva que da el tiempo, tengo la impresión de que en aquella casa junto al mar, que sólo se habitaba en época estival, se debían acumular los libros "menores", lecturas de circunstancias en ediciones baratas que se consideraban indignas de ocupar un lugar en la casa de invierno, mucho más sólida y solemne. También, quizás, encontrasen allí refugio las lecturas juveniles de mi abuela, puesto que había numerosos volúmenes de una publicación llamada "La novela semanal", que años después he sabido que gozó de gran popularidad durante los años veinte. Esas estanterías, relegadas además a una habitación de paso, ejercían sobre mí una fascinación múltiple. Por un lado, el hecho indiscutible -aunque no manifestado de modo claro- de que mis padres creían que no eran libros dignos de atención: creo que nunca les vi tomar ninguno de esos volúmenes e incluso, al pillarme con uno de ellos entre las manos, me habían sugerido que leyese otra cosa. Sistema infalible para conseguir que me volcase con pasión en devorar todo lo posible en los escasos días de nuestra estancia. Por otro lado, los propios libros, con sus cubiertas desteñidas y adornadas con ilustraciones tan distintas de las de los ejemplares que estaba habituada a manejar, contribuían a acrecentar mi curiosidad. (Ahora, pensando con mi vena bibliófila, lamento que no se hayan conservado esos ejemplares. La casa ha pasado desde entonces a otras manos y quién sabe en qué basurero terminarían.)
 
 
Por último, las propias lecturas justificaron en muchos casos la atención que les dedicaba. Recuerdo en especial, por la huella que dejaron, un par de ellas, llenas de emoción y aventura en entornos para mí exóticos: La pimpinela escarlata, de la Baronesa Orczy (en aquel entonces no podía evitar yo pensar que dicha baronesa tendría algo que ver con los nobles retratados en sus páginas; por supuesto, luego supe que no había nada de eso), las fascinantes aventuras de un noble que, convenientemente disfrazado, durante la Revolución Francesa salva a otros de la guillotina y la serie de El Coyote, de José Mallorquí, otro héroe enmascarado que -esta vez en tierras más cálidas y lejanas- se dedicaba igualmente a derrotar el mal arrostrando grandes peligros (no recuerdo cuántos de los volúmenes de dicha serie llegué a leer, pero creo que en esa biblioteca no habría más de tres o cuatro).
 
 
Posiblemente tuvieran razón mis padres al pensar que no era esta literatura de altos vuelos, ni especialmente educativa. Excepto en un sentido muy importante: en crear un insaciable apetito por las aventuras y los enredos que narraban, y avivar de ese modo la pasión lectora que en adelante me consumiría.
Recuerdos así me reafirman en mi idea de que no hay géneros menores, sólo lecturas que alientan el amor por la ficción, ese otro país en el que somos tan felices.

viernes, 2 de agosto de 2013

VERANOS DE INFANCIA

 
Hay un momento en la vida en que una se da cuenta de que, por más descanso veraniego del que llegue a gozar -descanso que, a partir del momento en que se adquieren ciertas responsabilidades, suele estar bastante racionado-, los veranos de la infancia nunca volverán. Esos veranos que eran casi infinitos, con el horizonte del regreso al cole tan lejano que apenas se podía imaginar, libres de imposiciones y de horarios, perezosos (no pasaba nada si te estabas una hora echada en la hierba contemplando cómo corrían las nubes por el cielo, o mordisqueando tallos verdes para ver a qué sabían, o cualquier otra actividad sin ninguna finalidad práctica). Echando la vista atrás, tengo la impresión de que sólo en esos meses de vacaciones ocurrían las cosas verdaderamente importantes; el invierno, el colegio y lo que en él hacíamos constituía sólo un inevitable paréntesis, a la espera de que comenzara cuanto antes el verano siguiente.  Y, en cierto modo, así era.
Sin necesidad de ponerse nostálgicos  -"las nieves de antaño" y demás- cada vez que se inicia un nuevo verano, es inevitable recordar esos veranos perfectos con una punzada en el corazón. Aún más cuando el comienzo de la estación coincide con una lectura que te trae a la memoria precisamente los veranos de infancia, como el libro de Llucia Ramis Todo lo que una tarde murió con las bicicletas (el título es un verso de Pere Gimferrer). Aunque lleva en la primera página bien clara la advertencia de que "Esto no es una autobiografía" (o precisamente por eso: el filtro de la ficción es a menudo más efectivo para rescatar la verdad del recuerdo), aunque el relato no habla sólo de los veranos, esta especie de historia familiar ficcionalizada, hecha de retazos, consigue involucrar al lector y recordarle todo aquello que una vez perdió.
Al menos, ése ha sido su efecto en mí como lectora. De paso, me ha hecho evocar -y ahí sin duda la asociación de ideas es del todo personal y no tiene que ver con el relato de Ramis- algunas lecturas de infancia que también "huelen" a verano. Por supuesto, las aventuras de Tom Sawyer, pero sobre todo las de otro niño terrible, Guillermo Brown. La frase que mejor las resume para mí es "Habían comenzado las vacaciones de verano" (muchos de los episodios comienzan más o menos así), preludio siempre de alguna de sus inigualables aventuras. Como debe de ser, los veranos de Guillermo y sus amigos alternan episodios de aburrimiento -un estado muy constructivo, por más que esté desacreditado- con locas ideas que inevitablemente les meten en algún atolladero.
Ya que no es posible recuperar ese feliz estado de indolencia estival, ¿por qué no hacer al menos alguna lectura que nos ayude a recordarla?

Las ilustraciones de Thomas Henry,
para mí inseparables de las aventuras
de Guillermo

 
[Lamentablemente, ya no se encuentran en el mercado las ediciones de Guillermo Brown "tradicionales", las de tapa roja ilustradas por Thomas Henry. Sus sucesoras tienen, a mi modo de ver, mucho menos encanto]