John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

miércoles, 29 de febrero de 2012

TIPOS Y FUENTES


Las letras están en todas partes, y cada vez más. Ya sea en los rótulos, las paredes, los impresos o las pantallas, vivimos rodeados de letras. Pero estamos más atentos al contenido del mensaje que a su forma. Ajenos a que, como dice Andreu Balius en las páginas que el suplemento Culturas de La Vanguardia dedica hoy a la tipografía, "la tipografía es la voz del texto". Y a que seleccionar una u otra tipografía no es inocente, porque del diseño de esas letras, de sus formas, dependerá que captemos su significado de un modo más o menos amable, más o menos alegre, sesudo, abierto, frío, amanerado, moderno o informal. Que todos estos matices son los que se van a poner en evidencia según sea la fuente tipográfica elegida. Conste que empleo el término "fuente" con cierta reticencia, y porque -gracias al idioma inglés y a los ordenadores- se ha popularizado de tal modo que va a ser difícil sustituirla por la más correcta "tipografía". Porque este "fuente" español no es más que una copia, mala traducción, del "font" inglés original, que no se refiere a una fuente (de la que usualmente mana agua), sino a la fundición, al acto de fundir en plomo los tipos de imprenta. Gracias a los ordenadores, sin embargo, hoy existe un conocimiento y una apreciación de la tipografía como probablemente nunca antes en la historia de la letra impresa. Con sólo apretar una tecla, igual que modulamos nuestro tono de voz y podemos decir la misma frase con un susurro sugerente o a gritos, podemos elegir el tono que le daremos a nuestro texto. Aunque, con tantas posibilidades a nuestro alcance, a veces cuesta saber cuál elegir y por qué. ¿Helvética, Gill Sans, Frutiger, Garamond, Baskerville, Palatino... ?Para perplejos en cuestiones tipográficas y para amantes de la tipografía sin más, recomiendo el ameno libro de Simon Garfield que ha publicado Taurus, Es mi tipo, donde se examinan cómo Helvética y Comic Sans conquistaron el mundo, por qué estamos aún influidos por elecciones tipográficas que se hicieron hace más de 500 años, o por qué la T en el logo de los Beatles es más larga que las demás letras. Además de revelarnos cuáles son las mejores y las peores tipografías, y qué es lo que tu elección de una u otra dice sobre tí mismo. O eso, al menos, es lo que afirman sus editores. Hacía falta.

Sólo una muestra.
Según Garfield, hay más de 10.000 tipografías distintas

domingo, 26 de febrero de 2012

¿DÓNDE ESTÁN LOS GUIONISTAS?

Gary Oldman y Benedict Cumberbatch en El topo
(me encantó ver esta encarnación de Cumberbatch, tan diferente aquí de su personaje de Sherlock)
"Si, como algunos predicen, la industria editorial está en trance de desaparición, quien verdaderamente sufrirá las consecuencias no serán las grandes editoriales ni las librerías, sino la industria del cine." Cuando faltan pocas horas para la entrega de los premios Oscar 2012, y a la vista de los nominados, esta frase que recogía The Millions parece de lo más acertado. Un número considerable de los candidatos a la famosa estatuilla lo son por películas basadas en una obra literaria. O, como en el caso de Midnight in Paris, por películas que no hubieran sido posibles sin la literatura. Donde se hace más evidente esta dependencia, como es lógico, es en la categoría de "Mejor guión adaptado", que se disputan cuatro películas adaptadas a partir de novelas -Los descendientes, La invención de Hugo, El topo y Moneyball: Rompiendo las reglas- y una que procede de una obra de teatro, Los idus de marzo (no confundir esta última con la novela que llevaba el mismo título escrita por Thornton Wilder, ya que la obra teatral de la que procede lleva otro título, Farragut North; aunque aprovecho para recomendarla, Wilder es un escritor que siempre vale la pena). Por si fuera poco, varias películas nominadas en otras categorías tienen su génesios en un libro, como War Horse, de Steven Spielberg, o Criadas y señoras. Mañana por la mañana sabremos quienes son los galardonados, pero eso es lo de menos aquí. Tampoco voy a entrar en la eterna y nunca dilucidada discusión sobre si las películas logran estar a la altura de las novelas en las que se basan. (Personalmente, mi opinión es que pocas veces es así, aunque hasta donde puedo juzgar, en la cosecha de este año El topo deja el pabellón bastante alto.)  La conclusión que se puede sacar de todo esto es que hay una verdadera sequía de guionistas. ¿Dónde están aquellos guiones originales de la época dorada de Hollywood? ¿Recuerdan el ingenio derrochado en películas como La fiera de mi niña o Con faldas y a lo loco? Quizás todos los buenos guionistas se han pasado a las series, que últimamente parecen un género mucho más serio y creativo que su hermano de la pantalla grande. En Mad Men se pueden encontrar personajes mejor dibujados que en la mayoría de las grandes producciones de Hollywood, por no citar esos otros hitos de la pequeña pantalla que son The Wire y El ala oeste de la Casa Blanca, cuyos guiones son verdaderas joyas. Los ejecutivos de los grandes estudios parece que necesitan asegurar mucho el tiro antes de apostar por un proyecto. Si no es un libro que ya ha probado su potencial,  prefieren recurrir al remake de un éxito de otra cinematografía (ignoro por qué la francesa les tira tanto). Todo antes que confiar en un guión original. Pero lo peor está por llegar. Pronto ni siquiera los libros les valdrán como base: lo que viene son las películas basadas en videojuegos, donde la acción -a ser posible en 3D- sustituye al guión, que apenas hace falta ya. ¿Dónde quedará entonces el cine inteligente?
El elenco de actores de El ala oeste de la Casa Blanca

jueves, 23 de febrero de 2012

TANTOS, TANTOS LIBROS

No me considero una coleccionista de libros (aunque guardo como oro en paño algunas ediciones antiguas y algunas encuadernaciones especiales que el azar o la generosidad han puesto en mis manos). Ya hace años que intento resistirme al impulso de acaparar libros que, a menudo, sé que no voy a tener tiempo material de leer. Hago todo lo posible por disuadir a mis familiares y amigos de regalarme libros (con cierto éxito, pero no debido a mi insistencia sino a que muchos piensan "seguro que ya lo tiene"). Cuando un libro me llama la atención, procuro recurrir antes al préstamo bibliotecario que a la compra. En suma, me esfuerzo por no acumular más y más ejemplares en mi biblioteca. A pesar de todo, ésta crece y crece: cada vez hay más libros en doble fila o transversales, porque ya el espacio de estanterías se ha agotado. Y no, no voy a poner más librerías. No hay paredes: hasta la cocina tiene su correspondiente cupo libresco. O sea, hemos llegado a ese doloroso momento en que, a la vista de que es imposible encontrar más espacio y tampoco se consigue limitar la entrada de nuevos ejemplares -la tentación es grande, y la carne, débil-, hay que proceder a una poda de lo existente. ¿Por dónde empezar? Un primer vistazo a algunos estantes me permite discernir  varios libros que he leído y no me han gustado; otros, que sin duda no leeré nunca por ser su tema o su autor claramente contrario a mis gustos (imposible saber cómo he llegado a poseerlos); otros más, de asuntos que en un tiempo me interesaron -o por los que me vi obligada a interesarme-, pero que ya he alejado de mí. De todos estos podría prescindir sin remordimientos. Aunque sé por amargas experiencias anteriores que, cuando me deshago de un libro que no he abierto en años y años, a las pocas semanas surge inesperadamente la necesidad de consultarlo. No importa, seamos fuertes. Hago una pila de libros "desechables" y a continuación voy a buscar una caja de cartón, que se llena casi sin querer. Mientras resuelvo el siguiente problema, que es qué hacer con ellos (de las diversas opciones que se me ocurren, ninguna parece satisfactoria), dejo la caja en un rincón. Antes de cerrarla, un libro me llama la atención. ¿De qué iba este? ¡Ahh, ya recuerdo! Pues no estaba tan mal. Ves a saber, igual me es útil para eso o lo otro. ¿Y ese que asoma por aquí? Mmm... bonita encuadernación y ¡qué papel más bueno! Claro que, fíjate en este otro, ¡vaya cubierta anticuada! Si es que ahora ya resulta declaradamente "vintage". Casi de coleccionista...
Uno a uno, los libros desechados salen de la caja. Al final, he empleado en ellos varias horas, mucho más de lo que puedo permitirme y de lo que seguramente les he dedicado en todos los años que han ocupado mis estanterías. Que siguen estando igual de llenas. Misión imposible.

Sea suficiente aquí con citar la respuesta que Anatole France le dio a un filisteo que admirando su biblioteca terminó con la pregunta de rigor:
-¿Y usted ha leído todos esos libros, monsieur France?
-Ni la décima parte. ¿Acaso usted usa su vajilla china todos los días?

domingo, 19 de febrero de 2012

DICKENS, ÍDOLO DE MASAS

Dickens durante una lectura pública en 1867
Dickens no sólo era excepcional en su habilidad para crear personajes y mundos de ficción, sino que también demostró una gran visión como promotor de su obra (un genio del marketing dirían hoy día), que le llevó a convertirse en un verdadero ídolo de masas. No exagero. Si las sucesivas entregas de las novelas de Dickens eran capaces de mantener en vilo a cientos de miles de personas -se calcula que la entrega 44 de La tienda de antigüedades, en la que Dickens narraba la muerte de la pequeña Nell, fue leído por medio millón de personas-, sus lecturas públicas llegaron a causar auténtico furor, con entradas agotadas y especulación en la reventa incluida. Su éxito se debía, en parte, a la gran popularidad que habían alcanzado sus novelas, pero más que nada a la propia personalidad de Dickens y a su talento como actor. Aunque siempre se interesó por el arte dramático, e incluso había pensado de joven en dedicarse a él, lo de las lecturas públicas comenzó casi por casualidad. En una visita a Birmingham en 1853 le hablaron del proyecto de crear un Instituto de Mecánica y Literatura para la educación de las clases obreras y Dickens se ofreció a dar  una serie de lecturas públicas de Canción de Navidad para ayudar a recaudar fondos. Su éxito fue tal que constituyeron el inicio de una especie de segunda carrera para el escritor. Según cuentan los que tuvieron la suerte de oírle interpretar sus propias obras, era una experiencia inolvidable. Cual mago victoriano, Dickens actuaba con una cuidada escenografía, que incluía un pupitre especial diseñado por él mismo y una iluminación de lámparas de gas, potenciada por un reflector metálico. Los fragmentos de las obras que leía estaban incluidos en volúmenes especialmente compilados para ello, con márgenes extra anchos que le permitían hacer anotaciones. El programa solía incluir alguna larga pieza dramática seguida por una cómica más corta. Dicen los testigos que resultaba fascinante ver cómo la fisonomía del autor se transformaba, como poseído por sus personajes. 

Caricatura que representa las diversas encarnaciones de Dickens
La demanda de estas lecturas públicas era enorme, incluso desde el otro lado del Atlántico. Cuando, en 1867, Dickens viajó a Estados Unidos para llevar a cabo una gira, frente al Steinway Hall de Nueva York, donde debía tener lugar una de sus apariciones en público, a las 8 de una gélida mañana de invierno ya había más de 5.000 personas haciendo cola para conseguir una entrada. Pero, aunque supusieron una importante inyección de dinero y un aún mayor incremento de su popularidad, estas representaciones, en las que Dickens derrochaba energías (como en todo lo que hacía), representaron un serio quebranto para su salud, hasta el pñunto de que su médico tuvo que prohibirle que continuara con ellas. Tres meses después de su última lectura pública, Dickens moría en su casa de Gadshill, tras sufrir una apoplejía.
Pero su ejemplo fructificó. Las lecturas públicas se convirtieron en una forma de entretenimiento muy popular en Gran Bretaña durante la segunda mitad del siglo XIX. El módico precio de las entradas -un penique- las hacía accesibles a todas las clases sociales y se celebraban en todo tipo de locales, desde teatros hasta escuelas o ayuntamientos. Incluso se editaron libros con textos adecuados para recitar en ellas -los autores más buscados eran Scott, Tennyson, Lord Byron y, claro, Dickens- y consejos para manejar estos eventos. En sus deliciosas memorias sobre la vida en un pueblo rural a finales del siglo XIX,  Lark Rise to Candleford, Flora Thompson recuerda una de estas veladas, en la que la estrella fue el viejo Sr. Greenwood, quien había oído recitar al propio Dickens. Aunque los habitantes del pueblo escuchaban con arrobo los textos de este autor, no eran por lo general lectores de sus novelas. Como dice Thompson, "era un público a la espera de la llegada de la radio y del cine". No es extraño que Dickens sea uno de los autores cuyas adaptaciones al cine y a la televisión cuentan con más adeptos.

martes, 14 de febrero de 2012

NIÑOS TRAVIESOS

Max y Moritz
Ya dejé bien claro en alguna otra ocasión lo que pienso de la plaga de corrección política aplicada a la literatura infantil (y a todo lo demás, por supuesto). Por eso saludo con alborozo la noticia de la recuperación por Editorial Impedimenta de uno de los clásicos más gamberros y divertidos de la literatura sin límite de edad: Las aventuras de Max y Moritz, de Wilhelm Busch. Para quien no haya oído hablar de él, Busch (1832-1908) fue un dibujante y humorista alemán que gozó de inmensa popularidad en su época, considerado -con razón- como uno de los pioneros del cómic. Sus obras, en el territorio germanohablante, siguen siendo clásicos indiscutibles y han divertido a generaciones de niños y adultos, hasta el punto de que algunos de sus versos han llegado a ser de uso común en el idioma (como el que dice -con gran sabiduría- "Vater werden ist nicht schwer, Vater sein dagegen sehr": "Convertirse en padre no es difícil; ser padre, en cambio, lo es mucho"). Max y Moritz son dos mozalbetes desvergonzados que se entretienen haciendo rabiar a los adultos. Es cierto que muchas veces salen escaldados, pero no por eso desisten de su empeño. Como los niños de verdad, pues.

Uno de los estupendos dibujos de Busch
La edición original, de 1865, fue impresa a partir de grabados en madera y era en blanco y negro, dado que las técnicas de la época no permitían otra cosa (aunque los dibujos originales de Busch, que se pueden contemplar en el Museo Wilhelm Busch de Hannover, están coloreados con acuarela). Sin embargo, ya hacia principios del siglo XX las sucesivas reediciones se empezaron a colorear y es así como las conocemos ahora. Y como se presentan en esta edición, que además cuenta con una excelente versión española en verso de Victor Canicio. El mismo traductor, por cierto, que trasladó al castellano otro de los clásicos de la literatura infantil germana, el Struwwelpeter, Pedro Melenas en versión castiza.


Es éste un libro que a mí de pequeña me fascinaba e inspiraba temor a partes iguales. Creo que esa era la intención de su autor, pues se trata de historias morales que pretenden lograr que los niños se porten bien. Al estilo de la época, claro. Es decir, sin miramientos. Así, el niño que no quiere comer la sopa se va quedando en los huesos, hasta morir; la niña que juega con cerillas acaba ardiendo como una pira y -el que más horror me causaba- al niño que se chupa el dedo viene un sastre con unas enormes tijeras y ¡le corta los pulgares!


 Para que luego nos andemos quejando del "gore" que consumen los niños por televisión. Por cierto, una obra que el propio Mark Twain tradujo al inglés. Ejemplar, desde luego. Aunque a los infantes de hoy, que crecen entre algodones, igual les causa alguna pesadilla.

sábado, 11 de febrero de 2012

DICKENS Y GALDÓS


Es casi inevitable que, en el mes en que se conmemora el bicentenario Dickens, le dediquemos algunas entradas a este admirable autor británico. Suponíamos -y así parece que ha sido- que tan magna celebración traería consigo una proliferación de obras dickensianas. Entre tantas como han aparecido, quiero hoy destacar una muy oportuna recuperación: la traducción que Benito Pérez Galdós hizo del Pickwick de Dickens. Cualquiera que conozca a fondo la obra de Galdós habrá podido observar en ella la influencia dickensiana, que él mismo reconoce en sus Memorias, en las que describe la visita que hace a la tumba de Dickens en la abadía de Westminster:

La última vez que visité la Abadía, vi en el suelo del "Rincón de los poetas" una sepultura reciente; en ella, trazado al parecer con carácter provisional, leí esta inscripción: Dickens. En efecto, el gran novelador inglés había muerto poco antes. Como fue siempre un santo de mi devoción más viva, contemplé aquel nombre con arrobamiento místico. Consideraba yo a Carlos Dickens como mi maestro más amado."

Hacia finales de 1867, cuando cuenta sólo con 24 años -por cierto, la misma edad que tenía Dickens cuando comenzó a escibir esta obra-, Galdós emprende la traducción de Posthumous Papers of the Pickwick Club, que titulará en español como Aventuras de Pickwick. Sorprende que una obra que gozó de tanta popularidad en Inglaterra tardase treinta años en llegar a los lectores españoles. Prueba de cual era el nivel de la vida cultural de nuestro país, del que Galdós tantas veces se dolería. Su versión aparecería por entregas -igual que ya lo hiciera el Pickwick original- en el diario La Nación entre marzo y julio de 1868. Traducir el Pickwick, con sus numerosas bromas, jergas peculiares e incluso incorrecciones lingüisticas que imitan la forma de hablar o de escribir de diferentes personajes, es todo un reto. Hay que decir que Galdós sale bastante airoso de él, aunque se le puedan reprochar algunas simplificaciones. Pero el verdadero interés de esta versión reside, hoy en día, no en la mayor o menor fidelidad de su traducción, sino en el hecho de que nos permite comprobar cómo Galdós comprende y "hace suyo" a Dickens. Hace unos días, Manuel Rodríguez Rivero se quejaba en uno de sus artículos de esta recuperación, achacándola al afán de ahorro de los editores y aduciendo que cada generación se merece leer a los clásicos desde su propio tiempo. En esto último coincido por completo. Sin embargo, ya existen en el mercado otras versiones de esta novela de Dickens más ajustadas a los gustos actuales, no creo que nadie pretenda sustituirlas. A mí -y sin duda a la mayoría de admiradores de Dickens y Galdós- me parece una excelente idea poner al alcance del lector una obra como ésta, que nos permite ver cómo un contemporáneo de Dickens interpreta su obra y, también, vislumbrar cómo el joven Galdós aprendería a adaptar algunas de las técnicas dickensianas a sus propias novelas. Arqueología literaria, tal vez, pero de la buena.


martes, 7 de febrero de 2012

EL BICENTENARIO DE CHARLES DICKENS

Seguro que hoy todos mis lectores están la mar de entretenidos con el aluvión de libros, artículos y noticias sobre Dickens que celebran su bicentenario. Hasta Google se ha sumado a él. A pesar de todo, no puedo dejar de conmemorar de algún modo tan importante efemérides. Aquí va pues el enlace a un video en que Simon Callow nos pasea por el Londres de Dickens. Una buena manera de recordar al escritor y de revisitar las calles londinenses, algo que siempre apetece.


Y, para los afortunados que tengan prevista una escapada londinense, una ruta dickensiana, el "David Copperfield Walking Tour". Aquí se puede descargar el podcast de acompañamiento.

sábado, 4 de febrero de 2012

ESCRITO A MANO


Páginas del manuscrito de "Love, etc.", de Julian Barnes,
uno de los pocos autores que aún escriben a mano
La red, que funciona gracias a una tecnología digital, es sin embargo un medio incomparable para preservar y acercar a un público amplísimo manuscritos de todas las épocas y autores. Gracias a las siempre originales ideas de la web Flavorwire, que esta vez ha tenido la ocurrencia de analizar grafológicamente la personalidad de algunos autores (análisis que recomiendo por lo divertido, aunque lo más probable es que no tenga mucho fundamento científico), descubro que existe un lugar donde se recogen muestras manuscritas de escritores y artistas. Se aceptan aportaciones, por cierto. La recopilación abarca desde las notas más de compromiso (incluso algunas escritas a máquina, aunque firmadas a mano) hasta páginas de novelas, poemas o libretas de apuntes. Grafólogos o no, es obvio que la manera de escribir de cada uno -y no sólo la caligrafía, sino también el modo de organizar el texto en la página- transparenta algo de la personalidad del que escribe. De ahí la fascinación que ejerce sobre nosotros la página manuscrita. A veces me pregunto si los nativos digitales aún escriben a mano, si quedará algún manuscrito de los autores del siglo XXI. Probablemente, no. Aunque en las editoriales se siga llamando "manuscritos" a los originales de los autores, ya ninguno de ellos se presenta bajo esa forma. Pero estos manuscritos originados por ordenador no conservan rastro de las tachaduras y correcciones de su autor. Se pierde así toda huella del proceso de creación, a menudo tan fascinante como la obra acabada. (Yo confieso que suelen gustarme casi más los ensayos de obras musicales o de teatro que las representaciones finales de las mismas; hay algo mágico en ver el trabajo que hay detrás de lo que el día del estreno parece fluir sin esfuerzo.) Sé que ciertas bibliotecas universitarias se plantean -o lo están haciendo ya, en el caso de algunas americanas- conservar los archivos digitales de las sucesivas versiones de las obras de determinados autores. Claro que se trata de autores ya consagrados, a los que pueden pedir de antemano que guarden archivos separados de las modificaciones que vayan incorporando a sus obras. Pero eso es algo que dudo que hagan ningún aspirante a escritor. Y ¿quién puede decir cuál de ellos será el Premio Nobel de mañana? Por no hablar de que los bits son mucho más inestables que el papel y la tinta.
Mientras se aclara, o no, el futuro de los archivos digitales, podemos seguir contemplando, gracias a la misma tecnología que está acabando con ellos, manuscritos como este de Pessoa, en el que ha tachado su nombre, quizás porque escribía bajo uno de sus muchos heterónimos. Algo que ningún ordenador nos hubiera dado.



miércoles, 1 de febrero de 2012

APRENDER A LEER


Con ser una las habilidades que nos parecen imprescindibles, leer es también una habilidad que se adquiere sólo a través de un cierto esfuerzo, que precisa un aprendizaje. En la alfabetizada Europa*   -otra cosa sería en el Tercer Mundo- ya casi nadie recuerda cómo era vivir sin saber leer. ¿Se imaginan que todas esas puertas, todos esos mundos que le debemos a la literatura hubiesen permanecido cerradas? ¿Un mundo sin letras, o donde las letras no quieran decir nada? Estremecedor. El capítulo inicial del libro de Charles Dantzig, ¿Por qué leer? (mi agradecimiento a Librosfera por el enlace), con su reivindicación de la lectura como pasión, me ha transportado a mis propios inicios lectores. Como Dantzig, yo también iba a una escuela que creía que a los niños no hay que enseñarles a leer demasiado pronto. Como él, también molestaba constatemente a mis padres preguntando una y otra vez qué querían decir esos signos, impaciente por poder descifrarlos. Más allá de algunas imágenes de la cartilla donde aprendíamos a juntar letras (que seguía la vida cotidiana de un niño y una niña, eso aún lo sé; resultaba frustrante porque era todo muy elemental, las palabras debían ser necesariamente cortas) y del viejo y paciente profesor que nos guiaba en esa labor, mi recuerdo más vívido sobre el aprendizaje de la lectura corresponde al momento en que pude abrir un libro yo sola y entender lo que decía. ¡Pura magia! A partir de entonces, empezó una carrera frenética por devorar todo lo que había a mi alcance, una carrera que sigue hasta hoy. Aún puedo verme perfectamente en el salón de mi casa, escondida detrás del sillón orejero -no es que me impidieran leer, pero a los adultos suele inquietarles que los niños pasen muchas horas sumergidos en esa actividad, como cuenta muy bien Dantzig; de ahí que yo necesitase practicarla con cierto disimulo-  leyendo en voz baja hasta quedarme con la garganta seca. Como todos los niños, en aquellos comienzos no había aprendido aún el arte de la lectura silenciosa, eso vendría después. Como vendrían tantos descubrimientos maravillosos, tantos libros a los que les debo saber, emoción, reflexión. Pero nunca nada comparable a aquel deslumbramiento de mis primeras lecturas.

*Nos parece muy natural, pero de vez en cuando conviene recordar que en España a principios del siglo XIX sólo un 10% -sí, han leído bien- de la población sabía leer y escribir.