John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

lunes, 31 de agosto de 2015

EXILIOS

Agota Kristof (foto: Gamma)

Una tarde de noviembre de 1956, Agota Kristof, una joven húngara de 22 años emprendió, junto con su marido y su hija de cuatro meses, un azaroso viaje en compañía de un pequeño grupo de gente, guiados a través de la montaña por alguien que les abandonó a medio camino, llevándose con él todo su dinero.

"Formamos un grupo de unas diez personas, algunas de ellas niños. Mi hija duerme en brazos de su padre y yo llevo dos bolsas. En una hay biberones, pañales y ropita de recambio para la criatura; en la otra, diccionarios. Caminamos en silencio siguiendo a Joseph durante cerca de una hora. La oscuridad es casi absoluta. De vez en cuando, los fusiles luminosos y los proyectiles lo iluminan todo, y se oyen explosiones y disparos, pero en seguida el silencio y la oscuridad vuelven a engullirlo todo."

Era el principio de un peregrinaje que les llevaría desde la Hungría invadida por las tropas rusas a Viena, primero  -donde su marido "pasa los días esperando en los despechos de las diferentes embajadas para encontrar un país que nos acoja"- y luego a distintas poblaciones suizas, para acabar instalados en Valangin. En sus breves memorias tituladas La analfabeta, la que sería escritora famosa y premiada dice:

"Lo que me resulta curioso son los pocos recuerdos que conservo de todo aquello. Es como si todo formase parte de un sueño, o de otra vida. Como si mi memoria se negase a recordar aquel momento en que perdí gran parte de mi vida. En Hungría, he dejado mi dietario de escritora secreta, y también mis primeros poemas. He dejado a mis hermanos y a mis padres, sin previo aviso, sin despedirme ni decirles adiós. Pero sobre todo, aquel día, aquel día de finales de noviembre de 1956, perdí definitivamente el sentimiento de pertenecer a un pueblo."

Duro es abandonar la propia tierra, la propia lengua, las propias raíces. Pero la vida en el exilio tampoco es fácil. Materialmente, viven mejor. Su vida no corre peligro. Pero, como dice Kristof, "en relación a todo lo que hemos perdido, lo hemos pagado muy caro". Dos de sus compañeros se volvieron a Hungría, aunque allí les esperaba la cárcel. Otros cuatro se suicidaron durante los primeros dos años de exilio. Uno de ellos era una chica de dieciocho años.

La literatura ayuda a comprender la realidad. Estos días, las devastadoras imágenes de la marea humana que huye del terror, la represión y la miseria sin duda nos conmueven, pero ante su recurrencia, uno acaba por tener la impresión de que son un hecho, una noticia. Y no. Cada uno de ellos, cada uno de estos refugiados, es una persona. Que sufre el miedo, las fatigas y la incertidumbre del viaje y que, si algún día encuentra al fin un refugio seguro, seguirá sintiendo el dolor del exilio, de ser un extranjero, de tener las raíces cortadas. Todos y cada uno de ellos son Agota Kristof.

Foto: Chen Chunxiang/Corbis

lunes, 24 de agosto de 2015

LEER EN PÚBLICO


 
 
Igual que, a salvo  en la intimidad del hogar, uno se permite actos que la educación y el decoro le impiden llevar a cabo en público, también hay libros con los que uno preferiría no ser visto. O no al menos por desconocidos. Y es que leer en público, incluso el mero hecho de llevar bajo el brazo un libro determinado, nos define a ojos de los demás. Lo explica muy bien Alberto Manguel:
"Una prima lejana tenía muy en cuenta que los libros pueden funcionar como emblemas, como signos de alianza, y siempre elegía el libro que llevaba de viaje con el mismo cuidado con que escogía su bolso de mano. No viajaba con Romain Rolland porque pensaba que le hacía parecer demasiado pretenciosa, ni con Agatha Christie porque le hacía parecer demasiado vulgar. Camus era adecuado para un viaje breve, Cronin para los largos; una novela policiaca de Vera Caspary o Ellery Queen estaba bien para un fin de semana en el campo; y una novela de Graham Greene para viajes en barco o en avión."
 
Por supuesto, no es concebible emprender un viaje -sea este largo o corto- sin haberse provisto de alguna lectura. Pero, tal como muestra el delicioso ejemplo de la prima de Manguel, hay que ser prudente al elegirla. Un paso en falso y puede que hayamos de sufrir durante todo el trayecto la mirada de desprecio del hipster que se sienta a nuestro lado, que seguramente considera que leer a Galdós es  de lo más anticuado. (Aunque, por otro lado, entra dentro de lo probable que no sepa quién es este señor.) El mismo impulso que nos lleva a juzgar a los demás por la ropa que llevan, o por su peinado, hace que les encuadremos en determinada categoría de acuerdo con el libro que van leyendo.
Así que a veces los lectores debemos, como la previsora prima, ejercer cierta censura sobre nuestros gustos para no ser tachados de cursis, o de esnobs o de cualquier otro adjetivo del cual no creemos ser merecedores. Recuerdo perfectamente un viaje en avión en compañía de un colega de trabajo que se me hizo eterno porque el libro que llevaba en mi bolso -mi lectura de esos días, que ardía en deseos de reanudar- era la Anábasis de Jenofonte. Durante la hora y media que duró el vuelo, estuve debatiéndome entre las ganas de sacarlo y enfrascarme en su lectura -que, además, me hubiese permitido ahorrarme la anodina conversación de mi compañero- y las pocas ganas de responder las preguntas que anticipaba si lo hacía -¿qué es eso que lees? ¿de qué va? ¿griegos antiguos?-, que además me temía que desembocarían en una mirada de incomprensión. (Sí, ya sé, hubiese debido aclararle que no es más que una apasionante novela de aventuras, el relato de un grupo de mercenarios que, fracasados en su misión y aislados en territorio enemigo, intentan por todos los medios regresar a su casa. Una trama digna de Hollywood.)


 
 
Por otro lado, no hay cosa más entretenida que intentar adivinar algo de las personas que leen en público a través del libro que sostienen entre las manos. A menudo, el personaje y su libro entran dentro de lo previsible. Parafraseando a Manguel, podríamos decir que el emblema responde a lo que son. Pero, de vez en cuando, uno descubre una pieza que no encaja: un señor canoso y trajeado que va leyendo una novela gráfica, una chica rapada y llena de tatuajes que lee a Jane Austen... Rarezas que resultan refrescantes entre el mar de bestsellers de ayer y de hoy que devoran la mayoría. Aunque... tal vez los estemos juzgando mal. ¿Quién dice que esa chica que parece tan interesada en La catedral del mar no es en realidad, en privado, fiel lectora de Jonathan Franzen?