Agota Kristof (foto: Gamma) |
Una tarde de noviembre de 1956, Agota Kristof, una joven húngara de 22 años emprendió, junto con su marido y su hija de cuatro meses, un azaroso viaje en compañía de un pequeño grupo de gente, guiados a través de la montaña por alguien que les abandonó a medio camino, llevándose con él todo su dinero.
"Formamos un grupo de unas diez personas, algunas de ellas niños. Mi hija duerme en brazos de su padre y yo llevo dos bolsas. En una hay biberones, pañales y ropita de recambio para la criatura; en la otra, diccionarios. Caminamos en silencio siguiendo a Joseph durante cerca de una hora. La oscuridad es casi absoluta. De vez en cuando, los fusiles luminosos y los proyectiles lo iluminan todo, y se oyen explosiones y disparos, pero en seguida el silencio y la oscuridad vuelven a engullirlo todo."
Era el principio de un peregrinaje que les llevaría desde la Hungría invadida por las tropas rusas a Viena, primero -donde su marido "pasa los días esperando en los despechos de las diferentes embajadas para encontrar un país que nos acoja"- y luego a distintas poblaciones suizas, para acabar instalados en Valangin. En sus breves memorias tituladas La analfabeta, la que sería escritora famosa y premiada dice:
"Lo que me resulta curioso son los pocos recuerdos que conservo de todo aquello. Es como si todo formase parte de un sueño, o de otra vida. Como si mi memoria se negase a recordar aquel momento en que perdí gran parte de mi vida. En Hungría, he dejado mi dietario de escritora secreta, y también mis primeros poemas. He dejado a mis hermanos y a mis padres, sin previo aviso, sin despedirme ni decirles adiós. Pero sobre todo, aquel día, aquel día de finales de noviembre de 1956, perdí definitivamente el sentimiento de pertenecer a un pueblo."
Duro es abandonar la propia tierra, la propia lengua, las propias raíces. Pero la vida en el exilio tampoco es fácil. Materialmente, viven mejor. Su vida no corre peligro. Pero, como dice Kristof, "en relación a todo lo que hemos perdido, lo hemos pagado muy caro". Dos de sus compañeros se volvieron a Hungría, aunque allí les esperaba la cárcel. Otros cuatro se suicidaron durante los primeros dos años de exilio. Uno de ellos era una chica de dieciocho años.
La literatura ayuda a comprender la realidad. Estos días, las devastadoras imágenes de la marea humana que huye del terror, la represión y la miseria sin duda nos conmueven, pero ante su recurrencia, uno acaba por tener la impresión de que son un hecho, una noticia. Y no. Cada uno de ellos, cada uno de estos refugiados, es una persona. Que sufre el miedo, las fatigas y la incertidumbre del viaje y que, si algún día encuentra al fin un refugio seguro, seguirá sintiendo el dolor del exilio, de ser un extranjero, de tener las raíces cortadas. Todos y cada uno de ellos son Agota Kristof.
Foto: Chen Chunxiang/Corbis |