John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

miércoles, 26 de febrero de 2014

HELENE HANFF Y EL TEATRO


Me gustan las historias que contienen cierta justicia poética. Y si presentan una pequeña ironía final, aún más. Por eso me encanta la de Helene Hanff, que tiene todos los ingredientes que se le pueden pedir a una buena historia: joven ambiciosa, inicios difíciles, aparente fracaso y, por fin, gran éxito inesperado. Seguro que la mayoría de mis lectores saben ya quién es Helene Hanff, la autora del famoso libro sobre una amistad bibliófila, 84, Charing Cross Road. Si alguien no lo conoce, o ha oído hablar de él, pero no lo ha leído, que se apresure a hacerlo. La amistad epistolar que se establece entre una joven neoyorquina apasionada por los libros y el librero inglés que la surte de lectura es una verdadera delicia. La historia a la que me refería, en la que esta obra tiene un papel principal, es como sigue: tal como explicaría la propia autora en su autobiografía -titulada Underfoot in Show Business-, el sueño de esta joven nacida en Filadelfia en 1916 era escribir obras para Broadway. A eso dedicó sus esfuerzos durante las décadas de 1940-1950. Pero los años iban pasando y ninguna de ellas llegaba a ser producida. Mientras, Helene sobrevivía como muchos otros de sus colegas aspirantes a escritores, leyendo guiones para la Paramount, colaborando en enciclopedias o escribiendo para alguna serie de televisión. De hecho, encabeza ese volumen autobiográfico con la leyenda: "Cada año, cientos de jóvenes fascinados por el teatro llegan a Nueva York decididos a tomarlo por asalto, convencidos de que están destinados a ser famosas estrellas o dramaturgos de Broadway. Uno de cada mil resulta ser Noel Coward. Este libro trata de la vida de los 999 restantes. Por uno de ellos."  

Noel Coward y Gertrude Lawrence en "Vidas privadas"

Mientras no llegaba la gloria, Helene leía y leía. Enamorada de la literatura y la cultura inglesa, se aficionó a hacer sus pedidos a través de una respetable librería anticuaria de Charing Cross, Marks & Co., regentada por un amable librero de nombre Frank Doel. Cuando, tras muchos intentos y muchos fracasos, había llegado por fin a la conclusión de que nunca llegaría a ver una de sus obras en los escenarios, en 1968 recibió la inesperada noticia de la muerte de Doel, con el que llevaba veinte años intercambiando correspondencia y una creciente amistad. "En aquel momento, la noticia resultó devastadora. Tuve la impresión de que mi último punto de referencia, mi librería, me era arrebatado", dijo después. De modo que decidió que debía poner por escrito la historia de su relación. El libro se publicó en 1971. Se convirtió en un éxito instantáneo en Estados Unidos; más que eso, en un libro de culto, para sorpresa de la propia autora, quien creía haber escrito una historia muy neoyorquina y muy modesta ("my little nothing book"). Cuando el libro se publicó en Inglaterra, Hanff logró por fin su siempre acariciado sueño de visitar Londres y "sentir sus sucias aceras bajo los pies". Para entonces, sin embargo, Marks & Co. había cerrado sus puertas.
En 1980, un productor adquirió los derechos del libro y lo adaptó para la escena. La pieza teatral basada en 84, Charing Cross Road se estrenaría en el West End de Londres y, al año siguiente, en Broadway. La noche del estreno, la audiencia entera se puso en pie cuando, al finalizar la obra, la autora salió a saludar al escenario. Al día siguiente, la reseña del Times decía: "Ver a Helene Hanff en la reproducción de la librería que ella hizo famosa, parpadeando bajo los aplausos de la ciudad que nunca antes se había podido permitir visitar convirtió el estreno de anoche en el final de un cuento de hadas". La ironía final, por supuesto es que, aunque su sueño era escribir para el teatro, la única de sus obras que llegó -a lo grande- a los escenarios fue un "modesto" libro sobre su amistad con un oscuro librero londinense.  
 
Colofón 1 (para los nostálgicos): Aunque Marks & Co. ya no existe, en el lugar que ésta ocupó en Charing Cross Road hay ahora una placa que dice:
 
La librería Marks & Co, estuvo en este lugar.
Se hizo famosa gracias al libro de Helene Hanff
 
Colofón 2 (para amantes del cine): En 1987, la obra fue llevada al cine (título español, La carta final; espantoso, oigan), con Anne Bancroft como Helene Hanff y Anthony Hopkins como Frank Doel. Judi Dench hacía de esposa de Frank. Reparto de lujo, ya ven. Personalmente, prefiero el libro, y tuve la impresión de que el talento de los actores estaba desaprovechados. Pero eso va a gustos, claro.
 

miércoles, 19 de febrero de 2014

DE VAMPIROS Y MONSTRUOS

John William Polidori

Por una de esas (frecuentes) casualidades que se dan en la red, ha coincidido para mí en el tiempo la lectura de dos artículos de procedencias muy distintas y sin embargo firmemente relacionados. El primero pertenece al blog del luciérnago amigo José C. Vales y habla de la bonita edición del Frankenstein de Mary Shelley en Austral. El segundo -How To Be A Monster, publicado por Carrie Frye en www.theawl.com- trata de un personaje secundario que asistió a la génesis de la idea de esta escritora -en aquel lluvioso verano de 1816 del que ya habíamos hablado- y que escribió uno de los primeros relatos de vampiros que se conocen. Aunque, pobrecillo, nunca alcanzó la fama a la que aspiraba y, como mucho, se ha quedado en nota a pie de página.
El artículo de Carrie Frye es tan sugerente y divertido que, en lugar de contarles su contenido, he optado por traducir una parte. Estoy segura de que sabrán perdonarme la extensión:

"En 1816, a un joven doctor de nombre John Polidori le fue ofrecido un puesto como médico acompañante de George Gordon, Lord Byron. Polidori era sombrío, cáustico, ambicioso, culto y bien parecido. Se había licenciado en Medicina a los 19 años (algo tan poco usual entonces como ahora) y esta oferta le llegó menos de un año más tarde. A pesar de las objeciones de su familia, la aceptó. Polidori tenía ínfulas literarias; se le presentaba un poeta increíblemente famoso que le proponía unirse a él en un tour europeo. Debe de haberle dado la impresión de que el destino arrastraba a ello. Como confirmación de lo bien que iban las cosas, un editor le ofreció 500 libras por llevar un diario de sus viajes con el poeta (500 libras… en 1816).
Era primavera. Byron abandonaba Inglaterra para siempre, con una nube de infamia pendiendo sobre su cabeza. (Es una de las pocas personas de las que puedes decir algo así y que sea verdad; en parte, por eso resulta tan satisfactorio.) Se hizo construir un carruaje que copiaba el de Napoleón, lo que da la medida de su sentido de preeminencia imperial sobre el mundo. Incluso para los parámetros de la época, Byron tenía la crónica manía de acarrearlo todo consigo: su equipaje incluía porcelana, libros, cosas de vestir, ropa de cama, pistolas, un perro, la alfombrilla especial del perro, más libros, un criado o dos, y a Polidori, que zumbaba alrededor cual excitado insecto. (Según un informe, también un pavo real y un mono formaron parte del viaje.)  El carruaje iba tan sobrecargado que continuamente se averiaba. El médico también desfallecía, víctima de mareos y desmayos, y su paciente se vio obligado a cuidar de él. De este modo avanzaron a través de Bélgica y remontaron el Rin. Cuando llegaron a su hotel en Ginebra, Byron anotó su edad en el registro del hotel como “100”.

Lord Byron. Un aspecto angelical.
 
Si sienten ustedes algún interés por el Frankenstein de Mary Shelley, por los vampiros o por los poetas románticos o, quién sabe, por el turismo suizo, sin duda habrán oído el nombre de Polidori. Es un tipo curioso, Polly Dolly, notable no por lo que escribió, sino por haber estado cerca de otras personas cuando escribieron cosas. Una extraña fama póstuma; crees que te han dado un gran papel, y luego resulta que estás allí, sobre el escenario, sí, pero relegado a un lugar lejano en el ala izquierda, en la semipenumbra, donde la luz de los focos apenas llega. “Pobre Polidori”. Así se referiría a él Mary Shelley, escribiendo años después. Y lo era. Así aparece en las cartas, como ésta escrita por Byron: “El Dr. Polidori no está aquí, sino en Diodati; lo hemos dejado en el hospital con una torcedura de tobillo que se hizo al caer de un muro: no sabe saltar”. John Polidori tenía la desgracia de resultar cómico sin tener sentido del humor, de desear ser un gran escritor pero ser malísimo, de ser inusualmente inteligente pero verse rodeado durante un verano por personas que eran titánicamente más inteligentes que él y de ser lo suficientemente consciente de todo ello para encontrarse siempre incómodo. Además, no sabía saltar. Pobre Polidori.
No obstante, un relato de los que escribió sigue siendo importante, una historia de vampiros que leyó toda Europa cuando fue publicada y que allanó el camino para Drácula. Pero ni siquiera ese relato era del todo de Polidori. En una bonita muestra de vampirismo literario, para escribirlo aprovechó un esbozo de Byron, y el relato se publicó por vez primera bajo el nombre de éste (de ahí que llamase tanto la atención), lo que resulta también instructivo como recordatorio de todo lo que escritores y vampiros tienen en común. 

 “El vampiro” se publicó originalmente en 1819, en el New Monthly Magazine, firmado por Byron. Causó sensación internacional. Inspiró una obra de teatro y luego una ópera, cosa que es poco probable que hubiera sucedido si el relato se hubiese presentado al mundo como obra de un médico londinense. La opinión más extendida es que Polidori fingió que el relato era de Byron de forma intencionada, pero no hay pruebas definitivas al respecto. También es posible que, puesto que el manuscrito pasó por varias manos después de que Polidori lo escribiera, los detalles de su conexión con Byron se confundieran de camino a la imprenta. (Byron, sacándoselo de encima airosamente: “…dudo mucho de que nadie que me conozca creyese que esa cosa del Magazine era mía, ni siquiera si la hubiese visto escrita en mis propios jeroglíficos.”  Podría haber añadido: “Tampoco sabe saltar”.)

 Al final, uno casi que comprende al pobre Polidori, ridiculizado por sus brillantes compañeros, cuyo intento de emularlos en lo literario sólo consiguió ser leído porque... apareció bajo otro nombre.




martes, 11 de febrero de 2014

¿ERES MONÓGAMO O POLÍGAMO?



Si eres bibliófago, la lectura es, más que una pasión, una absoluta necesidad vital. Para entendernos, no es equiparable al sexo -porque sin sexo podemos vivir, al menos un tiempo-, sino más bien a la comida: un día de ayuno es muy duro, pero dos... mejor ni pensar en ello. Aunque como a la vez anudamos con los libros que pasan por nuestras manos -y cerebros, y estómagos (o el órgano que sea que digiere lo leído y lo incorpora a nuestras células de forma indeleble)- unas relaciones que tienen bastante de físicas y/o simbióticas, es posible que el símil del sexo sí que sea al fin y al cabo válido. Todo esto viene a cuento de que 1) se acerca esa espantosa fecha, cumbre del cursilismo, San Valentín y, aunque no quería hablar de ella, se ve que tantos anuncios de colonias y corazones por doquier se filtran insidiosamente en mi mente y 2) hablando de pasión por la lectura, una de las preguntas más frecuentes a que hemos de enfrentarnos los sufridos lectores es la de "¿pero cómo puedes leer varios libros a la vez?"
Así que, aprovechando la ocasión, vamos a confesarlo: sí, somos polígamos. La monogamia tiene sus virtudes, sin duda. Como dicen los monógamos, uno se concentra más, está más pendiente de ese único libro que lee. Claro que, en cuestión de libros, la fidelidad sólo dura un tiempo; lo normal es que cuando se acaba una relación (un libro) se inicie otro. Pero una tiene la sospecha de que los monógamos en lectura tienden a ser como los monógamos sucesivos en el sexo: las nuevas parejas suelen parecerse mucho a las anteriores. Nada que ver con los placeres y la variedad de la poligamia.
 

En cuestión de libros, la poligamia es un gran sistema. Porque la lectura que puede resultar agradable en un momento dado, se hace indigerible en otro. Así, en determinados momentos del día puede apetecer sumergirse en una novela llena de acción y pasión,  mientras que en otras ocasiones lo que el cuerpo nos pide es ejercitar la mente con un ensayo, o tal vez saborear un poema, o deleitarse con un cómic... Nada de esto es incompatible. Ni tampoco una cosa es mejor que la otra; sólo diferente. Es más, resulta muy conveniente para la salud mental de todo lector avezado que se acostumbre a llevar una dieta variada. Aunque, igual que sucede con la poligamia, es inevitable que se establezcan categorías. Por lo común, hay una "lectura principal" -ese es el libro que uno suele mencionar cuando le preguntan "¿qué estás leyendo ahora?", no es cuestión de recitarle al desprevenido interlocutor toda la lista- y una serie de lecturas "de apoyo", que se van alternando de acuerdo al tiempo disponible, a los intereses, a las ocasiones... Algunos de estos secundarios consiguen hacer méritos para saltar el escalón superior y se convierten, al menos por un tiempo, en "primera esposa". Otros, en cambio, languidecen en un rincón, recordados sólo de tarde en tarde. Los más desgraciados (ocurre pocas veces, pero ya se sabe que hay quien hace méritos para eso) consiguen incluso ser repudiados. Pero siempre hay otro que ocupa su lugar.
Por si la inmensa diversidad de libros a nuestro alcance no fuese suficiente, el panorama de la poligamia lectora se ha enriquecido recientemente con una innovación: el soporte digital. Mejor dicho, los soportes. Ahora ya no basta con tener libros diseminados estratégicamente por diferentes partes de la casa, sino que hemos suplementado nuestra voracidad lectora con aquellos textos que moran en el Kindle, la Tablet o -para casos de emergencia- en el teléfono móvil.
De modo que, se lo ruego, no me hablen de amor eterno. Lo mío, decididamente, es la poligamia.
 

martes, 4 de febrero de 2014

LIBROS FICTICIOS

Los amables lectores que se pasan por este rincón de la blogosfera ya deben haber notado a estas alturas mi afición por las supercherías literarias: falsos libros, falsos autores, escritores que se esconden detrás de (múltiples) seudónimos... Encontrar la ficción dentro de la ficción, como en un juego de cajas chinas, resulta un juego fascinante. Hace mucho tiempo, hice una breve entrada hablando de esos libros que salen en otros libros, pero que nunca han sido escritos. Citaba, por supuesto, el Necronomicon, que es probablemente el primero que le viene a cualquiera a la cabeza. Pero creo que ha llegado el momento de pasar revista a algunos más.
 
Comencemos, cómo no, por Sherlock Holmes. Las aventuras de este detective que ha llegado a ser más real que su propio autor cuentan también con algunos falsos libros: está el abstruso ensayo matemático al que le debe su fama académica el archivillano James Moriarty, La dinámica del asteroide. Al parecer, su contenido es tan enrevesado que resulta imposible hacer una reseña. Naturalmente, los fans de Holmes llevan cien años especulando acerca de este libro, a pesar de que si existiera no podrían entenderlo. Pero no sólo Moriarty escribe. También el propio Holmes, en uno de sus últimos casos (El último saludo de Sherlock Holmes, 1917) se jacta de haber escrito un sin duda imprescindible Manual práctico de apicultura, con algunas observaciones sobre la segregación de la reina. El libro será ficticio, pero al igual que ocurre con la imaginaria morada del detective en Baker Street, se pueden encontrar por ahí ejemplares de este libro inexistente.
 
 
 
En la distopia de George Orwell, 1984, tiene un papel relevante otro libro inventado, Teoría y práctica del colectivismo oligárquico, de un tal Emmanuel Goldstein. Este autor, según nos dice su creador, es físicamente muy parecido a Trotsky, y su nombre recuerda claramente al de la anarquista Emma Goldman.
 
Siguiendo con los mundos alternativos, es imperioso citar la novela dentro de la novela de El hombre en el castillo de Philip K. Dick, que lleva el delirante título de La langosta se ha posado, y cuyo autor es un tal Hawthorne Abdensen. Si en la ficción "real" las potencias del Eje han ganado la Segunda Guerra Mundial -dando lugar a un mundo en el que los nazis, entre otras cosas han desecado el Mediterráneo para convertirlo en tierras de cultivo-, en el libro "ficticio" es Inglaterra, con la ayuda de EE.UU., la que ha logrado una rápida victoria sobre los nazis y se ha erigido luego en imperio mundial.
 
Philip K. Dick
 
En El guardián entre el centeno, Holden Caulfield nos informa de que su hermano D.B. es un gran escritor y cita una de sus obras "El pez dorado secreto", una historia que trata sobre un chico que no deja que nadie mire su pez. Por desgracia, parece que D. B. abandonó la verdadera literatura para irse a Hollywood a escribir guiones. Algo que dice bastante sobre la opinión que a Salinger le merecía el mundo del cine.  
 
También encontramos en este gremio de escritores ficticios a uno de mis personajes favoritos, Stephen Maturin, el fiel compañero de aventuras de Jack Aubrey en la serie de Patrick O'Brian. Como experto cirujano naval (aunque confiese que no es muy bueno sacando dientes), Maturin es autor varios tratados médicos, entre ellos un utilísimo manual titulado Enfermedades de los marineros.
 
 
 
Luego hay una serie de escritores que no inventan un libro ficticio, sino muchos. Por ejemplo, Roberto Bolaño, en 2066, presenta a un tal Benno von Archimboldi, autor de una veintena de obras. O George R.R. Martin, que en su serie Canción de hielo y fuego inventa no sólo un mundo riquísimo, sino también las obras literarias que en éste son de lectura obligada. O Nabokov, otro gran fabulador de libros en sus obras. Y, por supuesto, Borges. Pero la lista sería interminable. Si la quieren más completa, existe una web que ofrece una relación abundante de estas curiosidades (aunque no completa).
 
Pero de verdad de verdad, de todos estos libros ficticios, el único que yo daría algo por leer es El manual de la cria del cerdo, de Augustus Whiffle, que Lord Emsworth lee con fruición en las novelas de P.G. Wodehouse. Pero... un momento,¡el libro existe! O al menos, algo que se le acerca mucho.
 
 
 
Para que luego digan que la realidad no imita a la ficción.