Se diría que en esta era de selfies y de airear las intimidades en las redes sociales, el escritor cada vez tiene menos inconveniente en revelarse ante sus lectores. Desde hace ya unos cuantos años el yo del autor va colonizando todos los géneros. Está claro: la autoficción ha llegado para quedarse. Novelas y relatos de grandes ventas como los de Rachel Cusk, Karl Ove Knausgard o Lucia Berlin se mueven en este territorio. Más cerca de nosotros, las obras de Javier Cercas tienen a menudo un innegable contenido autobiográfico. Los libros de viajes, por supuesto, ya llevaban incluida la experiencia del autor desde el principio, pero es que ahora hasta las biografías tienden a mezclar alegremente la vida del biografiado con los avatares del biógrafo mientras anda empeñado en investigar a su sujeto. Y no es que tenga nada en contra: el resultado es a veces espléndido, como demuestra Richard Holmes en su maravilloso Huellas. Tras los pasos de los románticos, o el Limónov de Emmanuel Carrère. Era inevitable, pues, que esta tendencia llegase también a los libros sobre libros. En tiempos pasados, el que quería dejar huella de sus lecturas hacía una reseña; si se trataba de un crítico o un novelista de cierto peso, estos artículos se reunían a veces en un volumen. La distancia con la que el reseñista trata los libros es desde luego variable: desde los que intentan emitir una opinión lo más objetiva y fundamentada posible hasta los que incluyen reflexiones personales. Pero un volumen de reseñas es una cosa y las bibliomemorias, otra distinta. Permítanme que tome prestada la definición de este género que hizo Joan Didion (otra insigne cultivadora de la autoficción) en un artículo publicado en 2014. Según ella, la bibliomemoria vendría a ser “una subespecie de literatura que combina la crítica y la biografía con el tono íntimo y confesional de la autobiografía". En los útlimos tiempos, los anglosajones, que nunca han tenido demasiado empacho en desnudar su vida privada en público (tradicionalmente, los autores meridionales han sido menos proclives a dejar memorias, diarios o autobiografías) se han lanzado a esta nueva modalidad literaria que, para deleite de los aficionados a los libros, explora la relación simbiótica entre vida y lectura.
Así pues, en las librerías empiezan a abundar obras que hablan de lecturas, de cómo los autores han las han percibido y de cómo esos libros se han entremezclado con su vida. Tal como dice Alberto Manguel en Mientras embalo mi biblioteca, "Mi biblioteca constituye una especie de autobiografía con múltiples niveles, en la que cada libro conserva el momento en que lo leí por primera vez". A veces estas bibliomemorias surgen de un incidente particular en la vida de uno, como pueda ser el tener que trasladar la biblioteca, o una enfermedad (propia o ajena; Will Schwalbe, en The End of Your Life Bookclub, detalla cómo leer libros juntos le acercó a su madre durante su enfermedad terminal). En otras ocasiones, surge de algún tipo de reto personal: The Year of Reading Proust, de Phyllis Rose (que también es una insigne biógrafa) da cuenta del año que pasó leyendo el ciclo proustiano, y de lo que esta lectura le aportó; por su parte, Rebecca Mead, con My Life in Middlemarch, toma la obra de George Eliot (y su obsesión con ella) como centro de su libro. O, curiosamente, de una catástrofe libresca: tras un divorcio, Rick Gekoski se encontró con que su biblioteca se quedaba en casa de su exmujer (que, por supuesto, no tenía intención de dejarle recuperar ninguno de los volúmenes). Pero, como reflexiona en Outside of a Dog: A Bibliomemoir, e dio cuenta de que los libros físicos no eran imprescindibles, pues "soy inconcebible sin mis libros. No me los pueden quitar, están dentro de mí, son lo que soy". Así que dedica esta bibliomemoria a contarnos qué libros han hecho de él la persona que hoy es y cómo lo han hecho.
Me viene a veces a la cabeza este género cuando observo los retos de lectura que proponen algunos blogs. Francamente, no siento demasiado interés por saber quién ha alcanzado la meta fijada en el reto, me gustaría mucho más conocer cómo esas lecturas han condicionado su vida. Pues es innegable que leer nos cambia.
Sospecho que la fascinación que me producen las bibliomemorias es análoga a la curiosidad que siento cuando veo a alguien leyendo en el metro, o al impulso que me lleva, cuando entro en una casa desconocida, a husmear en su biblioteca. Si las lecturas nos forman -de eso no tenemos la más mínima duda-, saber qué libros ha leído una persona es un gran paso para empezar a conocerla. Y las bibliomemorias subrayan otra verdad incontestable: cada lector hace suyo el libro a su modo. Esas páginas impresas, siempre iguales mientras están cerradas, adquieren una nueva identidad con cada nuevo lector. Larga vida, pues, a las bibliomemorias. Ahora solo falta que lleguen al mercado en español, ya sea porque los editores se decidan a traducir alguna de las muchas que abundan en otros territorios, o porque los autores locales se lancen a escribirlas. ¿A qué esperan, bibliomemorialistas?