La experiencia demuestra que rebuscar entre viejos legajos y manuscritos amarillentos no es una pérdida de tiempo, sino que incluso puede llevar a hallazgos insospechados. Casi coincidiendo con mi entrada anterior que también tocaba este tema, la web Flavorwire se ha descolgado con una serie de anécdotas sobre obras perdidas y encontradas. Para mi gusto, su criterio de selección es un tanto laxo, porque no es lo mismo la paciente búsqueda del investigador que sigue una pista que el heredero que va dosificando la publicación de originales inéditos o inacabados -véase el caso del hijo de Tolkien, que parece tener un fondo inagotable de este material-, o bien recupera alguna obra de juventud que el autor (a menudo con buen criterio) decidió en su momento no dar a la imprenta. En cualquier caso, muchas de estas historias de libros perdidos y encontrados tienen su enjundia. Vale la pena hacerse eco de algunas:
Irene Némirovsky, con su marido e hijas |
Número uno en el ránking, simplemente porque se trata de una gran novela con una terrible historia detrás: Suite francesa de Irene Némirovsky. Durante los primeros tiempos de la Ocupación nazi, refugiada con sus hijas en un pueblecito francés, Irene Némirovsky se dedicó a escribir lo que esperaba sería una novela en cinco partes. Sólo llegó a completar dos de ellas antes de ser detenida y llevada a un campo de concentración, donde moriría. A sus hijas les dejó una maleta llena de papeles, una maleta que después de la guerra acabó en un desván. Sus hijas, creyendo que lo que había en ella eran los diarios de su madre, consideraron que leerlos les resultaría demasiado doloroso. Por fin, en 1998, su hija Denise decidió ordenar su contenido y descubrió que todas esas páginas escritas con una caligrafía diminuta y casi ilegible eran una novela. Durante muchos meses, se dedicó a transcribirlas y la obra por fin vio la luz en 2004. Por uno de esos juegos malvados de la vida, su otra hija, Elisabeth Gille, que era editora, murió en 1996 (tras escribir una biografía de su madre), de modo que nunca llegó a saber lo que contenía la maleta ni a leer esa novela póstuma de su madre.
Conan Doyle, en 1890 |
A veces, el tiempo transcurrido entre la escritura y la publicación pone de relieve aspectos que en su tiempo hubieran pasado inadvertidos. Eso es lo que sucedió con la novela "perdida" de Julio Verne, París en el siglo XX. Rechazada por su editor -a la que le pareció descabellada- en 1863, Verne la encerró en una caja fuerte, donde la encontraría su nieto muchos años después. La versión francesa no se publicó hasta 1994. En esta novela, que transcurre en el París de 1960, Verne nos habla de un mundo puesto al servicio del dinero, donde la gente viviría preocupada por las cotizaciones de Bolsa, en donde la educación y la tecnología no estarían al servicio del conocimiento, sino de la acumulación financiera. No iba del todo desencaminado, ¿verdad? Verne también habla de un invento llamado «telégrafo fotográfico», el cual «permite enviar a cualquier parte el facsímil de cualquier escritura, autógrafo o dibujo, y firmar letras de cambio o contratos a diez mil kilómetros de distancia». Su protagonista, Michel Jerôme, un joven que ama la lectura y las lenguas clásicas, es tachado de inútil, porque sus habilidades no valen nada en esa sociedad mecanizada. Realmente, no era tan descabellado...