Es frecuente que los escritores cuenten que, al llegar a cierto punto de la creación de su novela, alguno de sus personajes adquirió vida propia. Entiéndase, no es que saltara de la página y se fuese a correr aventuras por ahí, sino que el autor sintió que a ese personaje su papel le venía estrecho, que estaba pidiendo a gritos -hasta donde un personaje ficticio puede hacerlo- tener mayor protagonismo, o hacer algo que no estaba previsto en el plan inicial. Debo decir que durante bastante tiempo creí que eso era una boutade propia de los artistas. Como aquello de la inspiración y la visita de las musas. Sin embargo, los años que he pasado siguiendo de cerca el proceso de creación de otros me han demostrado que se trata de un fenómeno real. Aunque, por supuesto, no comporta nada mágico ni sobrenatural. Ocurre, simplemente, que esa mezcla de rasgos de carácter, acciones y parlamentos con que se configuran los personajes de ficción es más certera unas veces que otras. Cuando el cóctel funciona, el lector -y el propio escritor es su primer lector- reconoce al personaje como alguien real, alguien que podría haber existido. Es entonces cuando el personaje cobra alas y el escritor, más que guiarle, se deja llevar por la lógica de su deriva.
De lo que no cabe duda es de que hay personajes que, una vez terminado el relato, parecen quedarse aletargados entre las páginas. Con el fin de la historia se acaba también su vida ficticia. No se moverán de ahí hasta que aparezca un nuevo lector. De otros, en cambio, estamos seguros de que siguen con su vida mucho más allá de la última página. Nosotros cerraremos el libro, pero ellos continúan viviendo, corriendo quién sabe qué aventuras que sólo podemos imaginar. No es magia, pero lo parece. Seguro que se les ocurren muchos ejemplos, es una experiencia bastante común. El caso más reciente que recuerdo es el de Olive Kitteridge, la brusca y temperamental protagonista creada por Elizabeth Strout. Al lector le resulta imposible creer que esa mujer no sea real, y sospecho que lo mismo le sucedió a la autora, que después de la novela que lleva como título el nombre de este personaje, se vio impulsada a seguir narrando sus peripecias en una segunda, titulada en inglés Olive, again y aquí, Luz de febrero.
Pero existe algo más asombroso aún que esos personajes que adquieren vuelo: las novelas cuyo mundo ficticio se convierte, todo él, en una extensión del mundo real. Son aquellas (pocas, admitámoslo) en que la vida vibra de tal modo que nos convence de que ese universo ficticio existe en realidad; de que cuando abrimos las páginas del libro no hacemos otra cosa que asomarnos a una ventana por la que vemos transitar a sus personajes. Como sucede con las ventanas de la vida real, nos es dado únicamente contemplar una parte de lo que sucede. Pero no hay duda de que, cuando desaparecen de nuestra vista, los personajes se van a otros lugares, y les pasan otras cosas, que por desgracia no podemos conocer. Es lo que estoy experimentando estos días, enfrascada en la (re)lectura de Guerra y paz (aprovecho para recomendar la soberbia nueva traducción de Joaquín Fernández-Valdés, que ha recibido el premio de traducción Esther Benítez). Hablo de relectura con cierta mala conciencia, porque leí esta monumental -en todos los sentidos- obra en mi adolescencia, y sé positivamente que por aquel entonces tenía tendencia a saltarme los pasajes de la "guerra", más interesada por los amoríos que tenían lugar en los elegantes salones moscovitas que por el fragor de la batalla. Esta vez, sin embargo, no me pierdo detalle. ¡Y cómo lo estoy disfrutando! Como es habitual en Tolstói, desde la primera página te agarra por el cuello y te sumerge en la historia. Unos pocos párrafos y estás dentro. Sus escenas están invariablemente llenas de movimiento, el autor nos lleva de aquí para allá, nos va mostrando a este y aquel personaje, sin demorarse en explicaciones, que en realidad son innecesarias, porque todo resulta tan real que el lector va proyectando su propia película en su imaginación. Así, cada vez que abro el libro, me encuentro preguntándome qué habrá pasado en mi ausencia, convencida de que los gallardos oficiales a los que dejé sucios y maltrechos después de la batalla habrán estado bebiendo con sus camaradas, mientras que la dulce princesa Maria habrá aprovechado su salida de escena para retirarse a rezar, o tal vez a dar instrucciones a los criados. Sé lo que va a suceder -no es que mi memoria de la primera y parcial lectura sea muy fresca, es que durante el confinamiento vi la serie de la BBC-, pero eso no merma para nada mi interés. Los personajes -desde los más aristocráticos al más humilde cochero- poseen tal rotundidad que sé positivamente que están vivos en algún lugar, quién sabe si en un universo paralelo al nuestro. Cada vez estoy más convencida de su existencia.