No sé si ha sido el aroma de los pinos o la visión casual de algunas cubiertas antiguas, pero estos días pasados un flash de memoria me ha transportado a lecturas veraniegas de hace muchos años. En concreto, a las que fui descubriendo en la casa de verano de mis abuelos, en las breves temporadas que pasábamos allí durante mi infancia. Con la perspectiva que da el tiempo, tengo la impresión de que en aquella casa junto al mar, que sólo se habitaba en época estival, se debían acumular los libros "menores", lecturas de circunstancias en ediciones baratas que se consideraban indignas de ocupar un lugar en la casa de invierno, mucho más sólida y solemne. También, quizás, encontrasen allí refugio las lecturas juveniles de mi abuela, puesto que había numerosos volúmenes de una publicación llamada "La novela semanal", que años después he sabido que gozó de gran popularidad durante los años veinte. Esas estanterías, relegadas además a una habitación de paso, ejercían sobre mí una fascinación múltiple. Por un lado, el hecho indiscutible -aunque no manifestado de modo claro- de que mis padres creían que no eran libros dignos de atención: creo que nunca les vi tomar ninguno de esos volúmenes e incluso, al pillarme con uno de ellos entre las manos, me habían sugerido que leyese otra cosa. Sistema infalible para conseguir que me volcase con pasión en devorar todo lo posible en los escasos días de nuestra estancia. Por otro lado, los propios libros, con sus cubiertas desteñidas y adornadas con ilustraciones tan distintas de las de los ejemplares que estaba habituada a manejar, contribuían a acrecentar mi curiosidad. (Ahora, pensando con mi vena bibliófila, lamento que no se hayan conservado esos ejemplares. La casa ha pasado desde entonces a otras manos y quién sabe en qué basurero terminarían.)
Por último, las propias lecturas justificaron en muchos casos la atención que les dedicaba. Recuerdo en especial, por la huella que dejaron, un par de ellas, llenas de emoción y aventura en entornos para mí exóticos: La pimpinela escarlata, de la Baronesa Orczy (en aquel entonces no podía evitar yo pensar que dicha baronesa tendría algo que ver con los nobles retratados en sus páginas; por supuesto, luego supe que no había nada de eso), las fascinantes aventuras de un noble que, convenientemente disfrazado, durante la Revolución Francesa salva a otros de la guillotina y la serie de El Coyote, de José Mallorquí, otro héroe enmascarado que -esta vez en tierras más cálidas y lejanas- se dedicaba igualmente a derrotar el mal arrostrando grandes peligros (no recuerdo cuántos de los volúmenes de dicha serie llegué a leer, pero creo que en esa biblioteca no habría más de tres o cuatro).
Posiblemente tuvieran razón mis padres al pensar que no era esta literatura de altos vuelos, ni especialmente educativa. Excepto en un sentido muy importante: en crear un insaciable apetito por las aventuras y los enredos que narraban, y avivar de ese modo la pasión lectora que en adelante me consumiría.
Recuerdos así me reafirman en mi idea de que no hay géneros menores, sólo lecturas que alientan el amor por la ficción, ese otro país en el que somos tan felices.
HOLA
ResponderEliminarSOY DE ARGENTINA Y VENGO DE BLOGS AMIGOS.
INTERESANTE LA LECTURA, TODOS LOS GÉNEROS APORTAN ALGO Y EN DETERMINADAS EPOCAS DE LA VIDA NOS ACOMPAÑAN. TODO SUMA PARA ENRIQUECERNOS.
ME QUEDO POR ACÁ.
lujanfraix.blogspot.com
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Bienvenida a este blog, Luján, y gracias por tu comentario. ¡Espero verte a menudo por aquí!
EliminarQué historia tan chula!
ResponderEliminarMis abuelos tenían en casa montones de ejemplares encuadernados de La Ilustración Ibérica y recuerdo que una de las cosas que tenía la revista eran novelas en partes, algunas buenas (que no me leí pq el Conde de Montecristo a los 11 años no me pareció nada interesante) y otras tan tan tan cursis que incluso a esa edad me daba risa... pero la de horas que me pasaba con esos tochos!!
Me alegro de que te haya gustado, Nit. ¡Muy gracioso que el Conde de Montecristo no te pareciera interesante! Está visto que los gustos cambian con la edad:))
EliminarPrecioso comentario, Elena. Casi puedo oler esos libros polvorientos...
ResponderEliminarEn mi caso, como fui la primera lectora de mi familia (igual hubo algún antepasado lector, pero nadie tiene constancia) no había libros perdidos por los rincones. Por suerte, una tía mía , monja para menos inri (¡ay, la escolástica!) animó desde siempre mi pasión lectora. Normalmente acertaba de pleno, pero hubo dos ocasiones en que me regaló libros a los que no he conseguido pillarle la gracia: El principito (qué niño más tonto!) y Platero y yo (un poeta enamorado de un burro?).
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