Victor Hugo |
Una de las cosas buenas de no tener un programa de lecturas, ni una lista -al menos, no una establecida como tal, aunque sí infinidad de libros en el montón de "pendientes"- es la libertad de dejarse llevar por impulsos, pálpitos y coincidencias. Como cualquiera con una mínima curiosidad intelectual sabe bien, un libro lleva a otro. Tal novela te sumerge en, digamos, un país del que lo ignoras todo; inevitablemente, a continuación sientes ganas de ampliar tus conocimientos sobre ese territorio que tanto te ha fascinado. En una biografía de determinado personaje hace una aparición fugaz algún otro carácter que llama tu atención; te quedas con el radar puesto y -oh casualidad- a los pocos días ves por ahí un libro que trata sobre él. Por supuesto, tienes que leerlo. Y así sucesivamente: las lecturas van siguiendo unos meandros a menudo intrigantes. De la manera más inesperada, surgen conexiones entre lo que has leído aquí y allí.
Apenas me había internado en el interesante y perspicaz ensayo -como todas sus obras de crítica literaria- que Mario Vargas Llosa le dedica a Los Miserables, titulado La tentación de lo imposible, cuando caí en la cuenta de me encontraba ante una casualidad que me parece casi mágica (conste que soy de un racionalismo feroz, casi impermeable a cualquier sospecha de intervención sobrenatural): resulta que dos de los gigantes absolutos de las letras del siglo XIX francés -y por extensión, europeo-, Alexandre Dumas y Victor Hugo son hijos de generales de Napoleón. No me digan que no causa asombro.
Apenas me había internado en el interesante y perspicaz ensayo -como todas sus obras de crítica literaria- que Mario Vargas Llosa le dedica a Los Miserables, titulado La tentación de lo imposible, cuando caí en la cuenta de me encontraba ante una casualidad que me parece casi mágica (conste que soy de un racionalismo feroz, casi impermeable a cualquier sospecha de intervención sobrenatural): resulta que dos de los gigantes absolutos de las letras del siglo XIX francés -y por extensión, europeo-, Alexandre Dumas y Victor Hugo son hijos de generales de Napoleón. No me digan que no causa asombro.
Del padre del primero, el "tercer Alexandre Dumas" y de su colorida y accidentada vida hablé en este mismo foro al referirme a la biografía de Tom Reiss, The Black Count: hijo de una esclava negra y de un terrateniente francés, brillante espadachín y cortesano, fue también un combatiente audaz que ganó importantes batallas para Napoleón, para caer luego en desgracia y sufrir injusta prisión durante varios años, lo que le conduciría a una temprana muerte. Del segundo, Léopold Hugo, confieso que no había oído hablar nunca. Lo que no deja de ser curioso, puesto que acompañó a José I a España, donde entre otros cargos ocupó el de gobernador de las provincias centrales y persiguió de forma implacable a los guerrilleros de El Empecinado. De esta vinculación con España le viene a su famoso hijo Victor su conocimiento de nuestro país. De hecho, Victor Hugo estudió durante un tiempo en un colegio regentado por padres escolapios en la calle Hortaleza de Madrid. Nos dice Vargas Llosa que "en este tétrico internado, afirmaría más tarde, pasó frío, hambre y tuvo muchas peleas con sus compañeros. Pero en esos meses aprendió cosas sobre España y la lengua española que lo acompañaron el resto de su vida y fertilizaron de manera notable su inventiva". Más adelante, utilizaría la lengua española para camuflar ante ojos ajenos las detalladas notas que llevaba sobre sus proezas sexuales. De tal palo, tal astilla, supongo. Porque Léopold tampoco era un prodigio de castidad. De él he podido saber que se trajo a España desde Nápoles a su amante, Catherine Thomas, con quien se exhibía públicamente en el Paseo del Prado (algo que provocó las recriminaciones de José Bonaparte).
En cualquier caso, con sus similitudes y sus diferencias -los destinos de ambos generales fueron distintos-, todo esto da pie para concluir que tanto Dumas como Hugo han de deberle parte de su brío, de su fecunda imaginación y de su mirada sobre el mundo a estos dos padres que, ellos sí, vivieron en persona los lances que sus descendientes recrearían sobre el papel.
Por supuesto, era inevitable que de aquí saliesen más lecturas. Estoy pues ahora dedicada a explorar la fascinante época que produjo a personajes tan singulares. Empezando por uno que no luchó de forma abierta en el campo de batalla, sino solapadamente, en la sombra, en la política y la diplomacia: Joseph Fouché, magistralmente revivido por la pluma de Stefan Zweig. Promete ser sólo la primera de muchas lecturas interesantes.
Qué bien describes el camino que nos lleva de un libro a otro. Por eso sirve de tan poco marcarse propósitos literarios, porque, entre un lector y los libros, ¿quién manda?
ResponderEliminarLas biografías de Zweig son patrimonio de la humanidad.
Para mí está muy claro: son siempre los libros los que mandan. Por eso no me convence la idea de hacerme listas ni de apuntarme a retos. Porque ¿quién sabe adonde me llevará el próximo libro que lea?
EliminarFouché, como cualquier lectura de Zweig, es apasionante. Estoy de acuerdo contigo. Leer es un placer sólo si lees lo que te apetece en cada momento.
ResponderEliminarBesos