Como le ha ocurrido a tanta gente, hubo una época en que viví fascinada por los dinosaurios. No sé bien si oí hablar de ellos por vez primera en la serie Los Picapiedra, con sus simpáticos dinosaurios domesticados -recuerdo bien uno que hacía las veces de aspirador- o si ya antes estos seres de fábula habían hecho irrupción en mi vida, quizás a través de enciclopedias o de algunas de aquellas series de cromos que aspiraban a convertirnos a todos los niños en coleccionistas.
En cualquier caso, eran unos seres míticos: tan extraños, tan grandes y, sobre todo, tan extintos. Unas características que les conferían, al menos en mi imaginario, un aura casi mágica. Hasta llegué a aprenderme muchos de sus complicados nombres científicos, que eran ya de por sí evocadores: Triceratops, Iguanodonte, Diplodocus, Arqueopteryx, Tiranosaurios. Sigo acordándome de estos y muchos más.
Aunque mi interés infantil por estos animales se fue desvaneciendo, de vez en cuando estas criaturas iban reapareciendo en mi radar. Ray Bradbury me regaló un cuento maravilloso, El ruido de un trueno, en el que un safari en el tiempo acaba francamente mal por culpa de un tiranosaurio (el cuento se publicó originalmente en 1952, aunque yo lo leí bastante más tarde en castellano). Después de eso, Jurassic Park me pareció bastante decepcionante.
Luego, gracias a la novela de Tracy Chevalier Las huellas de la vida supe de la existencia de dos mujeres apasionadas por los fósiles que a principios del siglo XIX y descubrieron uno de los primeros ejemplares de ictiosaurio (esto era antes de Darwin, por lo que el mundo científico se inclinó a dudar de que un animal así hubiese existido). Por cierto que los victorianos -precursores en tantas cosas- sintieron una singular atracción por estos "grandes lagartos fósiles" y con motivo de la primera Exposición Universal, celebrada en Londres en 1851, construyeron unas enormes réplicas de dinosaurios, tan grandes que incluso se podía entrar en ellas y tomar el té dentro. Insuperable.
Pero, aparte de estos atisbos de esas "criaturas extraordinarias" (así se titula en inglés la novela de Tracy Chevalier, Remarkable Creatures) yo seguía anclada en mis recuerdos de infancia sobre ellas e ignorante de los últimos avances de la paleontología. Por eso puedo decir que una de las cosas más extraordinarias que me han ocurrido últimamente es enterarme de que los pájaros son dinosaurios. Al principio, pensé que se referían a que las aves descienden de los dinosaurios. Al fin y al cabo, en esta larga cadena de la evolución, todos descendemos de casi todos. Error. Como he podido saber gracias a un interesante y para mí esclarecedor ciclo de conferencias de la Fundación Juan March, las aves son dinosaurios, los únicos de su especie que no se extinguieron y siguen presentes desde aquellas lejanas eras geológicas. Recomiendo encarecidamente que las vean si sienten algún interés por el tema.
Me gustan los pájaros, disfruto de sus trinos, de su vuelo, de su colorido. Pero reconozco que hay a veces algo inquietante en ellos (Daphne du Maurier y Hitchcock supieron traducirlo muy bien). A partir de ahora, creo que miraré a las palomas con otros ojos. ¡Dinosaurios!
Yo ahora miraré a los dinosaurios con otros ojos: odio a las palomas!!! arghh!
ResponderEliminarCreo que en fondo siempre has sabido que las palomas eran dinosaurios camuflados. ¡Lobos con piel de cordero! Jajaja
EliminarHace un tiempo vi una película titulada El sonido del trueno en España (nada sobresaliente, pero entretenida) que veo gracias a tu entrada que parte del relato de Bradbury que mencionas.
ResponderEliminarUn abrazo.
Cierto, sí, creo recordar que hicieron una película de este relato. Aunque cabe preguntarse cómo sacarían dos horas de metraje de un relato que no debe de tener más de treinta páginas (si llega). Imagino que poniendo muchos dinosaurios, jaja...
EliminarJajaja, por suerte pocos dinosaurios. Aunque por lo que he leído la película empieza donde termina el cuento, es decir, que es más una inspiración que una basada en.
EliminarVeo ahora esta publicación y recuerdo mi infancia con los Picapiedra en la pantalla. Recuerdo los nombres de todos y la gracia que me hacían las utilidades domésticas como el aspirador. También es cierto que veía Los supersónicos y Embrujada y en todos encontraba un encanto basado en la fantasía doméstica. Nunca me gustaron los dinosaurios ni aprendí sus nombres. De hecho, vivo en Cantabria y de niña me llevaron más de una vez con el colegio a ver las cuevas de Altamira, con lo restringida que está ahora su visita, se ve que los alientos de todos los niños cántabros fueron estropeando esos bisontes que yo nunca conseguía ver bien. Tuve varias veces pesadillas en las que bajaban tropeles de biscotes, caballos y dinosaurios, todos juntos, por una cuesta y las monjas nos mandaban correr para refugiarnos en el autobús. No, nunca me gustaron los dinosaurios.
ResponderEliminarEs cierto que hay en los dinosaurios algo amenazador. Pasto de pesadillas, claro. Supongo que la fascinación por ellos deriva, a partes iguales, de que son extraños y amenazadores, y de que ya no existen. Pero ahora resulta que sí, aunque en formato reducido, jaja.
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