Mano de Chopin. La que yo recuerda era bastante más siniestra. Quizás era otra... |
Seguramente mi primer encuentro con los recuerdos funerarios data de cuando tenía ocho o nueve años: mi profesora de piano tenía sobre el instrumento la escultura de una mano. Según me dijo en respuesta a mi inevitable curiosidad -esa mano desprovista de todo vínculo con el resto del cuerpo era algo nuevo e intrigante para mí-, se trataba de un molde de la mano de Liszt (o Chopin, no sé bien cuál de ellos dos) tomado en su lecho de muerte. Desde el momento en lo supe, esa mano como de ultratumba me produjo un respecto muy cercano al temor.
Andando el tiempo, por supuesto, descubriría que el afán por conservar algún recuerdo físico de un gran personaje es algo muy común, vinculado a los ritos funerarios, propios de todas las civilizaciones: la necesidad de honrar y recordar a los muertos. La iglesia católica lo hace con los santos -¡esos increíbles e imaginativos relicarios que pueblan los altares y las sacristías!-; también se prodiga con los grandes hombres (las máscaras mortuorias de Napoleón o de Isaac Newton pueden admirarse en Los Inválidos de París y en la Royal Society de Londres respectivamente) y, cómo no, el culto por la reliquia se extiende también a los escritores.
Máscara mortuoria de Napoleón |
La Beinecke Library -una de las mayores bibliotecas especializadas en manuscritos y libros raros, que forma parte de la Universidad de Yale- cuenta entre sus colecciones con varios de estos recuerdos funerarios. De la lista de sus piezas más relevantes podemos destacar:
-Rizos de pelo de Robert Louis Stevenson (1855)
-Carta de Elizabeth Barrett Browning a Hugh Stuart Boyd que contiene un mechón de pelo de la autora (1848)
-Carta de James Fenimore Cooper a su mujer, igualmente con un mechón de pelo del autor (1851)
(Decididamente, a mediados del siglo XIX lo de mandar mechones de pelo a todos tus conocidos parece haber causado furor. Es de esperar que no se prodigasen en exceso, o nos imaginamos a todos esos escritores yendo por ahí trasquilados.)
-Dientes de Ezra Pound (¡Urgh!)
-Máscara mortuoria de Thornton Wilder
Así que ya ven, las bibliotecas no sólo guardan libros y manuscritos. También otros restos materiales de los escritores. Personalmente, por mucha que sea mi admiración por un autor, no me gustaría contemplar a menudo su máscara mortuoria. Y sobre los dientes, mejor no decimos nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario