Existe un dicho -de atribución dudosa- que reza algo así como "Ten cuidado con lo que deseas, porque lo podrías conseguir". Hasta que uno no tiene cierta experiencia vital, no se entiende bien la gran verdad que encierra. A primera vista, parece paradójico, si deseas algo y lo consigues, ¿no es estupendo? Pues no, porque la distancia entre deseo y realidad es enorme. Las cosas nunca son como las imaginábamos: el príncipe azul no es tan príncipe ni tan azul (a veces, resulta ser más bien una rana), la casa soñada tiene goteras y unos vecinos que arman un escándalo insoportable, el trabajo ideal se revela como monótono, o estresante, o viene con un jefe insoportable, o...
Si, cuando tenía quince años y mi mayor felicidad era pasarme el día con la nariz metida en un libro (lo sigue siendo, en esto no he cambiado), me hubieran dicho que toda mi vida profesional transcurriría rodeada, de un modo u otro, de ellos, habría saltado de alegría. ¡Mi mayor sueño, convertido en realidad! Bien, no diré que no tenga sus cosas buenas -en cualquier caso, es preferible a muchos otros trabajos-, pero ahora sé por experiencia que también en el mundo de los libros hay zonas oscuras, rincones de máximo aburrimiento, codazos, envidias, pozos de olvido y sapos que tragar.
Algo parecido le ocurrió a George Orwell cuando se metió a librero. Lo cuenta en un artículo titulado "Recuerdos de una librería", publicado en 1936 en la revista Fortnightly:
"Cuando trabajé en una librería de viejo –establecimiento que se suele imaginar, cuando no se trabaja en él, como una especie de paraíso en el que unos encantadores caballeros de edad curiosean entre infolios encuadernados en piel-, lo que más me llamó la atención fue la escasez de personas realmente aficionadas a los libros. Nuestra tienda tenía un surtido de interés excepcional, pero yo dudo que el diez por ciento de nuestros clientes supiesen distinguir un libro bueno de uno malo. Eran mucho más numerosos los esnobs de las primeras ediciones que los amantes de la literatura; más numerosos aún eran los estudiantes orientales que regateaban por los libros de texto baratos, y las más numerosas eran mujeres despistadas que querían un regalo para el cumpleaños de un sobrino […].
La verdadera razón por la que no quisiera pasar mi vida vendiendo libros es que, cuando lo hice, perdí el amor que les tenía. Un librero se ve obligado a mentir sobre los libros, y esto le provoca aversión hacia ellos. Y peor aún es el hecho de estar constantemente quitándoles el polvo y acarreándolos de aquí para allá. Hubo un tiempo en que me gustaban los libros; me gustaba verlos, tocarlos, olerlos, sobre todo si tenían más de cincuenta años. Nada me agradaba tanto como comprar un lote de ellos por un chelín en alguna subasta de pueblo. Hay un encanto especial en los viejos e inesperados libros que forman esas colecciones: poetas menores del siglo XVIII, antiguos gaceteros, volúmenes sueltos de novelas olvidadas, ejemplares encuadernados de revistas femeninas de la década de los sesenta. Para la lectura de los ratos perdidos –en la bañera, por ejemplo, o por la noche, cuando uno está demasiado cansado para acostarse, o en el cuarto de hora libre de antes del almuerzo-, no hay nada como un número atrasado del Girl’s Own Paper. Pero tan pronto como entré a trabajar en la librería dejé de comprar libros. Vistos en masa, cinco mil o diez mil a la vez, me resultaban aburridos e incluso levemente repulsivos. Ahora compro alguno, de vez en cuando, pero sólo si es un libro que deseo leer y que no puedo pedir prestado, y nunca compro libros antiguos. El delicioso olor del papel viejo ya no me atrae. Lo tengo asociado con los clientes paranoicos y con las moscardas muertas."
¡Pobre Orwell! Del paraíso a los clientes paranoicos y las moscardas muertas. Tengo para mí que no debe ser tan terrible ser librero, aunque seguro que los pobres tienen que aguantar lo suyo. Véase, como muestra, el libro Weird things customers say in bookshops, que recoge anécdotas a cual más hilarante.
Pero, en cuanto a deseos cumplidos y funestos, no conozco nada más estremecedor que el relato de W.W. Jacobs "La pata de mono". Le enseña a uno a tener mucho cuidado con lo que quiere alcanzar.
[La cita de Orwell está sacada del interesante blog Calle del orco, donde pueden encontrar muchas más.]
Otro ejemplo sería el de los que trabajan en una pastelería. Siempre piensa uno que debe ser Jauja pero con el tiempo acaban por aborrecer el dulce. A mí no me importaría nada trabajar en una librería. De hecho el otro día se me pasó una idea así por la cabeza. Lo del dicho si hay que buscarle otra interpretación podría ser que una vez conseguido el deseo, al ya poseerlo, éste desaparece.
ResponderEliminarBesos
También es verdad, Enrique, el deseo es lo que nos impulsa hacia adelante. Cuando el deseo se cumple, ¿qué nos queda? Seguramente, buscar otra met.
EliminarEn las Memorias de un librero escritas por él mismo, del argentino Héctor Yánover, se cuentan también anécotas desopilantes, como la del que quería comprar el libro Crimen y castigo de " Doctor Jekyll"...
ResponderEliminarSí, había oído hablar del libro de Yánover. No me cabe duda de que la mayoría de los libreros podrían explicar anécdotas de este tipo, a cual más graciosa.
EliminarLas librerías pequeñas tienen un halo romántico que me encanta, pero creo que distorsiona su función y, en la práctica, nunca he participado de él. Los que entienden de libros no suelen entretenerse en comentarlos con el librero -o muy ocasionalmente-, a no ser que vayan tras el rastro de un título perdido. Ellos van y compran. Cuando deciden aparecer por allí pues, si pueden, optan por lo práctico por mucho prosaismo que desprenda: compran por correo, en librerías mastodónticas que lo tienen todo expuesto para llegar y besar el santo, y ahora por medio de la red.
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