Comienza septiembre -aunque más parece el fin del mundo, a juzgar por los calores que tenemos que soportar- y se avecina, un año más, el retorno a las aulas. Pienso que soy afortunada de no tener que vérmelas con un aula llena de adolescentes atentos únicamente a sus móviles (siento tremenda admiración por los esforzados profesores que aún así logran interesarlos en las materias que imparten) y, sobre todo, me alegro enormemente de no tener que enseñarles un programa impuesto desde arriba y pensado más para aprobar cursos que para transmitir el gusto por descubrir nuevos saberes. Porque en eso debe -o debería- consistir la enseñanza, en estimular la curiosidad de los jóvenes y hacer que quieran saber más: más ciencias, más matemáticas, más lengua(s), más historia, más literatura... Literatura, ¿y cómo se enseña eso? No me refiero a inculcar el gusto por la lectura -eso es una guerra aparte, de la que ya se han ocupado muy bien personas más autorizadas que yo, como Daniel Pennac-, sino a lo que es propiamente el cometido de la asignatura de literatura, es decir, ofrecer una panorámica de la evolución de la literatura española y universal (occidental, más bien, dado que otras culturas están escasamente representadas). Espero y deseo que la didáctica de esta materia haya evolucionado desde mis días de estudiante, porque en mi recuerdo era un perfecto disparate que no entiendo cómo no me desanimó de la literatura para el resto de mis días. Consistía la cosa en estudiarse un manual lleno de nombres y fechas, que no se relacionaban para nada con los textos a los que aludía. Como mucho, a esos literatos ilustres cuyos nombres y obras estábamos obligados a memorizar se les calificaba con algún adjetivo -que debía servir, imagino, para diferenciar su producción de la de otros colegas suyos-: "autor satírico", "moralista" o "realista", según los casos. Hilando más fino, al analizar la trayectoria de ciertos autores insignes, se llegaba a distinguir entre distintas etapas de su producción, lo que naturalmente no revestía el más mínimo interés para los sufridos estudiantes, pues ¿qué nos podía importar si Fulanito comenzó su carrera escribiendo poemas amorosos, pasó luego a componer dramas románticos para desembocar al fin en las novelas de capa y espada? Sin haber leído nada del tal autor, ni haber tenido ocasión de seguir su evolución a través de los propios textos, lo único que podíamos hacer era memorizarlo cual papagayos. De este revoltillo de nombres y títulos, una gran parte cayó directamente en el olvido, y otros permanecieron agazapados en algún recoveco de mis neuronas, en especial aquellos ligados a ciertas peculiaridades que los hacían memorables. (Aún ahora, en los momentos más absurdos, soy capaz de rescatar el título de una de las comedias de Terencio, el autor romano, que lleva el nombre de Heautontimorumenos. Es de esos nombres que, una vez memorizados, es difícil olvidar.) Creo recordar que esta dieta memorística se combinaba con algunas lecturas "obligatorias" -la sola palabra ya echa para atrás- que sin duda querrían abarcar hitos importantes de la historia de la literatura, pero que eran francamente poco adecuadas para mentes juveniles. Por lo que me cuentan mis amigos profesores, en los años transcurridos desde entonces, el sistema ha mejorado algo, pero no lo suficiente.
Los autores que llenaban los manuales eran (aún lo son, imagino) para los estudiantes no sólo lejanos en el tiempo y el espacio, sino casi extraterrestres. Nos miraban desde su pedestal, convertidos en seres de cartón piedra, carentes de todo atractivo y desde luego sin nada que nos incitase a sentir curiosidad por ellos. Topo precisamente ahora con un texto de Carmen Martín Gaite -contenido en su libro El cuento de nunca acabar- que lo explica perfectamente:
...al tiempo de instarle a escribir o antes, al niño le leen y seleccionan textos de escritores a quienes se encomia encarecidamente, en oposición a otros que se desaconsejan por frívolos o mediocres (...) Nos los presentan como artífices de un producto cultural cuyo ejemplo encoge y desalienta, no como seres de carne y hueso que tuvieron una infancia y un duro aprendizaje como el nuestro, no se nos cuenta si se desesperaban o no, de qué hablaban con sus hermanos y amigos, cómo era su colegio ni cómo hicieron para aprender a escribir de esa manera, ni porqué esa manera es buena y no son buenas otras (...) El texto literario se nos ofrece como un bloque distante y homogéneo, poco acorde con la levadura de ebulliciones que su lectura promueve. La calidad de un texto, como la de un relato oral, se mide por su capacidad de sugerencia, es decir, por el texto paralelo capaz de engendrar en el lector u oyente.
Ojalá que en las aulas, hoy, sea posible conseguir que algún alumno se emocione con las hazañas de Aquiles o las gestas del Cid, o comprenda lo que es la belleza a través de un soneto de Garcilaso. Accediendo a ellos directamente, movido por la curiosidad y por las ganas de dejarse arrastrar a un mundo desconocido. Unos descubrimientos que, si los hace por su cuenta, le acompañarán para siempre. Como dice Martín Gaite, "descubrir por su cuenta y riesgo los vericuetos que le llevan de verdad a ese castillo de la letra impresa y encontrar él solo la clave de acceso a sus estancias".
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