La literatura no es un lugar donde perderse, es un lugar donde encontrar. A los que pasamos buena parte del tiempo con la nariz metida en un libro se nos acusa a veces de evadirnos, de no estar en contacto con la realidad. Pero sucede lo contrario: gracias a las historias que leemos -historias reales o ficticias, qué mas da- somos capaces de vivir en la piel de otros y de compartir experiencias muy distintas a las nuestras, ya tengan lugar a varios siglos de distancia u hoy mismo, a sólo unos kilómetros de los confortables sofás donde pasamos la tarde leyendo. Así, podemos empatizar con los sentimientos de personas cuya trayectoria vital es tal vez muy distinta a la nuestra. Sabemos que esos "otros" que pueblan los libros podríamos fácilmente ser nosotros.
En momentos como el actual, en que la extrema injusticia se alía perversamente con la ceguera -o la locura- colectiva, quiero creer (déjenme al menos ese magro consuelo) que la literatura es capaz de enseñarnos algo.
Los libros de historia hablan mucho de batallas, de tratados políticos, de estrategias y de alianzas. No tanto (a veces muy poco) de lo que les sucede a las personas corrientes, ni del paisaje después de la matanza. Mientras que la guerra, aunque cruel, tiene su aspecto épico, heroico, las secuelas de la guerra son un tema poco grato. Para los que las sufren, porque preferirían pasar página cuanto antes. Ya que han sobrevivido, buscan mejorar su situación, no permanecer anclados en ella. Para los testigos, porque las pobres gentes que malviven en sótanos o agujeros, los niños harapientos bajo la nieve o las madres de familia que se prostituyen por un pedazo de pan que llevar a casa no son un espectáculo edificante. Y cuando se acaba de pasar una guerra, lo que el público pide son historias que les levanten la moral. No es extraño, por ejemplo, que sobre la inmensa zona devastada que era la Europa de 1944 se haya escrito bastante poco; casi nada, si lo comparamos con los centenares de volúmenes dedicados a la guerra que le dio origen. Una de las obras más esclarecedores en este sentido es Europa en ruinas, una recopilación de testimonios presenciales de los años 1945-1948. Hans Magnus Enzensberger, su seleccionador, justifica en su prólogo la escasez de artículos y estudios contemporáneos sobre el tema: “No solo había quedado devastado el entorno físico, sino también la capacidad de percepción” de los europeos. Hoy, esa incapacidad para tender la mano al que lo necesita, de conmovernos de verdad -que quiere decir hacer algo al respecto- parece haberse apoderado de todo el mundo occidental. Así, que, modestamente, quiero recordar algunos de esos fragmentos escritos en el pasado que nos hablan también del más inmediato presente:
Dice Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo:
“El drama de los sin derechos no es que se vean privados de su vida, de su libertad y de la búsqueda de la felicidad, o que carezcan de igualdad ante la ley y de libertad de opinión -fórmulas que se acuñaron para resolver problemas dentro de comunidades determinadas- sino que ya no pertenecen a ninguna comunidad […] Su problema no es que no sean iguales ante la ley, sino que para ellos no hay ley.”
(A Arendt, de orígenes judíos, le fue retirada la nacionalidad alemana por los nazis en 1937 y fue apátrida hasta 1951, en que consiguió la nacionalidad estadounidense.)
Keith Lowe, en Continente salvaje, resume así la situación de los desplazados en Europa en 1945:
"Enjambres de refugiados que hablaban 20 idiomas distintos se vieron obligados a gestionar una red de transporte que había sido bombardeada, sembrada de minas y abandonada debido a seis años de guerra. Se reunían en ciudades que los bombardeos aliados habían destruido por completo y en las que no había alojamiento ni siquiera para la población local y mucho menos para la enorme afluencia de recién llegados. [...] Los desplazamientos de la población con motivo de la guerra tuvieron un efecto profundo en la psicología de Europa. A nivel individual no sólo fue traumático para los desplazados, sino también para los que se quedaron, los cuales pasaron años preguntándose qué había sido de sus seres queridos."
"Entrar en el Silos era como entrar en un paisaje vagamente dantesco, en un nocturno y humeante purgatorio. De los box se elevaban vapores de cocción y olores disparatados, que se unían hasta formar uno intenso, característico, indescriptible, una mezcla dulzona y rancia de olor a sopa, a coles, a fritos, a sudor y a hospital. De día, viendo de la intensa luz exterior, no resultaba fácil acostumbrarse a la débil luz artificial del interior. Sólo al cabo de un rato se distinguían los perfiles de cada box y se daba uno cuenta de la disposición compleja y articulada del tenebroso poblado estratificado y de incesante ir y venir de personas que se movían por sus calles y por sus encrucijadas."
En Nápoles 1944, Norman Lewis cuenta sus experiencias cuando, como miembro del Servicio de Inteligencia británico estuvo destacado en la ciudad devastada:
"Es asombroso presenciar las luchas de esta ciudad tan destrozada, con tanta hambre, tan despojada de todo cuanto justifica la existencia de una ciudad, para adaptarse al hundimiento en unas condicions que parecen de la edad de las tinieblas. La gente acampa como beduinos en desiertos de ladrillo. Escasean los alimentos y el agua y no hay sal ni jabón. Muchos napolitanos han perdido en los bombardeos cuanto tenían, incluida casi toda la ropa, y he visto por las calles extraños atuendos, como por ejemplo a un hombre con un viejo esmoquin, pantalones bombachos y botas militares y a algunas mujeres con prendas de encaje que podrían haber confeccionado con cortinas."
Nápoles, 1944. Con unos pocos cambios, podría ser Aleppo, 2017 |
Françoise Frenkel, una judía polaca que fue detenida al intentar cruzar ilegalmente la frontera franco-suiza en 1941, reproduce en su libro de memorias Rien où poser sa tête su conversación con uno de los gendarmes que la custodiaban:
" --Yo no había visto judíos nunca antes. Son gente como los demás. Pero los que pasan por aquí pretenden cruzar la frontera sin pedir ni siquiera visado. Así que les devolvemos al lugar de donde venían. Y vuelven a intentarlo. Son tozudos como mulas. Entonces los detenemos y los encarcelamos. Desde hace unos meses, todo esto nos da mucho trabajo. Nunca antes habíamos tenido tanto... compréndalo, los judíos tanto nos dan, pero que se queden donde estaban. Con su manía de venir a la frontera, nos obligan a estar movilizados día y noche. Lo digo sin rencor, señora.
Tamaña ignorancia rayaba en la inconsciencia. Ni siquiera intenté explicarle los hechos. No hubiese servido de nada."
Basta con sustituir unas situaciones por otras y resulta fácil acercarse al drama que vive ahora mucha gente que, como los europeos hace pocas décadas, se encuentran de pronto despojados de todo y obligados a dejar su hogar. Que los hijos y nietos de los refugiados de entonces no sean capaces de una mínima empatía con estas personas debería ser un bochorno para todos nosotros. Tan ricos, tan cultos, tan miserables.
Cuando era más joven creía "a pie juntillas" aquello de quien desconoce su historia está obligado a repetirlo, pero no es cierto, conocer el pasado no nos vacuna ante sus variaciones, cada vez más cruelmente refinadas.
ResponderEliminarUn saludo
¿O es que simplemente hay quien no quiere aprender del pasado? Cada generación parece creer que descubre el mundo, como si otros no hubiesen cometido sus errores antes que ellos.
EliminarY que cuando estamos acomodados, ¿para qué nos vamos a desacomodar? Veo demasiada gente a mi alrededor viviendo en sus burbujas, solo espero que no les pase lo mismo que a estas pobres gentes.
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