John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

sábado, 31 de agosto de 2019

LIBROS CONTAGIOSOS

(Ilustración de István Orosz)

Que la capacidad de los libros para difundir ideas los convierte en factores de contagio de formas de pensamiento consideradas peligrosas es cosa sabida -y temida- desde hace siglos. Diferentes formas de atajar este contagio, desde los rigores de la Inquisición a la censura previa, llegando a la quema de aquellos libros considerados más nocivos, han intentado ponerle remedio a lo largo de la historia, por lo general sin mucho éxito (parece inevitable que lo prohibido se convierta automáticamente en algo codiciado). Pero existe igualmente el miedo a que el libro, en tanto que objeto físico, sea causante de enfermedades, por creerlo portador de gérmenes. O sea, que a saber por qué manos ha pasado ese libro antes y qué miasmas malignas se hayan podido impregnar en él. (Dejamos de lado el caso del libro envenenado a propósito, del que tanto partido sacó Umberto Eco en El nombre de la rosa. Y no digo más para no hacer un spoiler a los pocos que aún no hayan leído la novela ni -más raro aún- visto la película.)
Los primeros atisbos de este temor al contagio a través de los libros proceden de épocas teñidas por la ignorancia y el miedo: ante las plagas y pestes que asolaban Europa -cuyo verdadero origen era por entonces desconocido- se sospechaba de todo. Habla Daniel Defoe, en su Diario del año de la peste, de que los aterrorizados habitantes de Londres recurrían, en su zozobra, a la lectura de almanaques y predicciones astrológicas, unos opúsculos que -según el ficticio narrador de la historia- resultaban peligrosos porque "agitan y desordenan los cuerpos de sus lectores, haciendo así más probable que adquieran la enfermedad". Los más precavidos trataban sus páginas con pólvora, vinagre y perfumes, además de leerlas con guantes, persuadidos de que así mantenían a raya el peligro.



Tal como nos informa el libro de Annika Mann, Reading Contagion: The Hazards of Reading in the Age of Print, durante el siglo XVIII es cuando aparece por primera vez el concepto del peligro de contagio a través de los libros. Richard Mead -médico del rey Jorge II- afirma en uno de sus escritos que durante una plaga el peligro mayor de contagio proviene de aquellos mercancías "que retienen la infección, como algodón, cáñamo, papel y libros" entre otras. Objetos todos ellos que están en contacto con el cuerpo humano y son suficientemente porosos para absorber sustancias infecciosas. Esta ansiedad se vería reflejada en diversos autores de la época y -tras apaciguarse un poco con los progresos en higiene pública y medicina del XIX-, rebrotaría hacia finales de siglo con la proliferación de las bibliotecas públicas. A pesar de que no fue posible obtener ninguna evidencia médica concluyente de que se produjesen contagios a través de libros infectados, la cuestión flotaba en el ambiente. De hecho, en la década de 1880, se produce lo que en Estados Unidos llegó a llamarse el "gran pánico de los libros". Coincidiendo con una epidemia de viruela -este tipo de pandemias cusan reacciones de pánico que a menudo no atienden a razones- se empezó a exigir que las bibliotecas desinfectasen de algún modo los libros tras su préstamo (muchas de ellas recurrieron al vapor), mientras que en Gran Bretaña se producía un acalorado debate entre varias publicaciones acerca de este asunto, debate que quedó zanjado por la revista Library al abogar esta por la destrucción de todos aquellos libros que hubiesen estado en manos de personas infectadas. Como parte de este "pánico al libro contagioso", en Londres la Public Health Act de 1891 establecía multas de hasta cinco libras para todo aquel portador de una enfermedad infecciosa que prestase a propósito un libro a otra persona (lo que deja en el aire la espinosa cuestión de hasta qué punto el infectado prestaba a libro a mala fe o no). También se dio gran publicidad, en 1895, al fallecimiento de una bibliotecaria americana, Jessie Allen, en 1895, que se achacó a una tuberculosis que se suponía había contraído a través de la manipulación de libros. Resulta cuanto menos extraño que este sea el único caso documentado de muerte entre bibliotecarios. Si realmente los libros fuesen tan contagiosos, ¿no debería presentar este sufrido gremio un altísimo índice de mortalidad?



En fin, que esta ola de pánico a los libros contagiosos alcanzó su auge hacia final de siglo, para declinar hacia 1910, dado que -a pesar del incremento de las bibliotecas públicas- la evidencia no demostraba un aumento de contagios ni muertes entre sus usuarios, ni aún menos entre sus empleados. La gente empezó a preguntarse por qué manejar libros debería ser más arriesgado sanitariamente que manipular papel moneda, por ejemplo. Es evidente que bacterias y microbios están presentes en todos ellos, igual que en numerosos objetos que manejamos a diario. La conclusión que podemos sacar de este episodio es que el miedo al contagio a través de los libros nació de una combinación de las nuevas teorías acerca de la transmisión de las enfermedades y el desagrado de ciertas élites por la proliferación del préstamo público, que ponía todo tipo de libros -y, por tanto, de ideas- al alcance de cualquiera.
Sin embargo, hay ideas que calan hondo. Hace poco, al recomendarle a una persona que se quejaba de no encontrar determinado libro que lo sacase de una biblioteca pública me dijo, textualmente, que le daba asco llevarse a casa libros que "no sabía quién habría tocado antes". De ahí a acusarlos de contagiar enfermedades no hay más que un paso.


18 comentarios:

  1. Por experiencia te diría que hay muchos lectores que no soportan el libro usado, que se refieren a él con desprecio. Supongo yo que no son lectores. No había ido tan lejos como para imaginar contagios, aunque bien mirado...
    Por otro lado también hay lectores que se fijan mucho en el exterior del libro, en la estética, que si es tapa dura o blanda, que si tiene manchas, una esquina mellada... Pasa como con las personas ¿Qué es más importante?, ¿el exterior o el interior?

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    1. Con lo que me gustan a mí los libros "bellamente ajados". Les encuentro mucho más encanto que a los flamantes y nuevecitos. Como las personas que han vivido mucho, los libros usados tienen un interés adicional. No sólo por su contenido, sino también por la historia que llevan a cuestas. Claro que no podemos esperar que los fanáticos de la higiene lo entiendan...

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  2. En la posguerra y hasta los años 60, en Madrid (y supongo que en toda España) había tiendas donde se intercambiaban novelas; tú entregabas una, pagabas 50 céntimos y te llevabas otra (todas de segunda mano, claro). Eso, como es lógico, perjudicaba las ventas de las editoriales. En una novela de mi padre de los años 40, en la contraportada, había un texto de la editorial advirtiendo del peligro de contagio que suponía manejar libros usados llenos de gérmenes.

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    1. Claro, eso de que no se pase por caja es nocivo para editores (y también autores). ¡No hay como meterles el miedo en el cuerpo a los lectores!

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  3. Usuaria enfermiza de la biblioteca del pueblo, solo compro libros nuevos cuando no me queda otra. Al último, "La rebelión" de J.Roth, no lo sacaba nadie desde 1993. Rara vez encuentro alguno que haya sido sellado en menos de 5-10 años. No exagero. Cuando los devuelvo van con marquitas de lápiz (discretas), y puede que alguna hoja puesta a prensar por el medio. Al regresar a la biblioteca compruebo que siguen allí, esas hojitas, alguna mancha de mermelada (pequeña, muy pequeña)...Creo que hay que plantearse una especie de performance humanitaria y empezar a AIREAR estos libros de biblioteca de pueblo; sacarlos como a los santos, en procesión. Así disminuirá el riesgo de gérmenes (y subsiguiente contagio: en este caso, de desidia), como cuando dejamos las camas sin hacer, para que oreen..
    (Gracias por el post, ¡muy ilustrativo!)

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    1. Gracias por tu comentario, Barbie. Qué lastima que los habitantes de tu pueblo sean tan reacios a usar la biblioteca. Parece que lo único de verdad contagioso es la manía de no leer.
      La propuesta de sacar los libros en procesión me parece estupenda. Seguro que los pobres agradecerían el paseo.

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  4. "No dejes que tu mano izquierda sepa lo que hace la derecha", reza el dicho. En este ejemplo sería el caso opuesto, y los celos que le van a provocar a la derecha jajajá. ¡Me encanta el blog! Atentos saludos.

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  5. Muy interesante.
    Aunque llevo muchos años leyendo hace relativamente poco que hago uso de las bibliotecas; me gustaba tener en casa los libros que leía. El espacio y el dinero me han demostrado que no puedo seguir haciéndolo, además de darme la oportunidad de imaginar cómo tienen que ser las otras personas que han tomado en préstamo el mismo libro que yo.

    Besos.

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    1. Me alegro de que hayas descubierto las bibliotecas, Devoradora, para mí hay pocos placeres comparables a tener todos esos libros a mi alcance, ¡y sin que me cueste un céntimo!

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  6. Yo me pregunto si esas personas con tantos escrúpulos hacia los libros usados se dan cuenta de que los nuevos también han sido tocado antes. Aunque ahora la fabricación de libros esté más mecanizada, todos los materiales que lo componen han sido tocados. Han sido almacenados y transportados. Que conste que también tengo mis manías, es solo que a veces, como tales manías, no tiene sentido lo que tememos.

    Un abrazo.

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    1. Por supuesto, Dorotea, los libros no aparecen por arte de magia, libres de microbios. ¿Quién te dice que los almacenes de las distribuidoras no estan llenos de llenos de ellos? Esos mismos que sienten tanta aprensión por los libros manoseados deberían pensar por cuántas manos han pasado los envases que compran en el supermercado, por poner un ejemplo.

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  7. Desconocía por completo esta historia y me ha resultado increíble.
    Alberto Mrteh (El zoco del escriba)

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    1. Increíble pero cierta, Alberto. A la gente se le meten ideas muy raras en la cabeza...

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  8. Elena: me fascinan las cosas que se te ocurren. Por ejemplo, esta entrada. Y lo documentada que estás y lo culta que eres. Como el famoso mirlo blanco o el famoso Tulipán Negro, eres única.

    Por mi parte, me encantan los libros de viejo, y lo que a veces se encuentra en ellos como un vestigio de otra vida lectora: una postal, una entrada para un concierto que sonó hace más de mil años, o como me sucedió en una ocasión un fabuloso poema escrito en un papel de cartas de un elegante hotel de Perú o de Chile. Me imaginaba allí, en la noche, al que había escrito aquella maravilla anónima. Finalmente una amiga me sugirió que pusiera el primer verso en la red y resultó ser una joya de Cohen, Leonard Cohen, que en esos versos dio el do de pecho. Lo último que he descubierto en librería de viejo ha sido un libro arrebatador, titulado " La sonrisa olvidada", de Margaret Kennedy, la autora de " La ninfa constante" Estoy intentando que lo saque a la luz de nuevo Ediciones del Viento. También me he hecho con todo lo que se vendía de su obra en la red. Parece mentira que se haya pasado página sobre una escritora de esa envergadura. Si puedes, échale un vistazo.

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    1. Muchas gracias por tu comentario, Blanca. ¡Y lo bien que me lo paso preparando estas entradas! Gracias asimismo por la recomendación de Margaret Kennedy. Recuerdo haber leído "La ninfa constante" hace muchos años, seguramente estaría en la biblioteca de mis padres. Buscaré sus otras obras. Espero que alguien se decida a reeditarla, ahora hay una oleada de recuperaciones de autoras de mediados del siglo XX (Angela Thirkell, Barbara Pym, Elizabeth Taylor), seguramente esta autora encajaría muy bien ahí.

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  10. Por fin han publicado " La sonrisa olvidada", Elena. Ya verás que escritora. Primera fila indiscutible. Si te convence, tiene otro libro que sólo se encuentra de segunda mano, titulado " La Fiesta" que, a mi modo de ver, es otra obra maestra.

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    1. Leí hace años "La ninfa constante" (que de algún modo -supongo que por la época en que la leí- se me confunde con la "Invitación al vals" de Rosamond Lehmann, otra novelista muy recomendable. Tomo nota de esta "Sonrisa olvidada".

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