Añorar aquellos remotos tiempos en que recibíamos cartas de personas físicas -por lo general lejanas- y no únicamente impresos y propaganda se ha convertido casi en un tópico. Cierto, hace un montón de años que nadie me escribe para explicarme algo, por el simple placer de comunicarse conmigo, en vez de pretender que compre un producto o pague una factura. Pero, francamente, yo no soy mucho de recrearme en este tipo de nostalgias, por lo general prefiero pensar en las cosas buenas del tiempo presente. Sin embargo, hace poco alguien me pidió -por correo electrónico, por supuesto- que contestase una serie de preguntas acerca de la "perdida costumbre de escribir cartas a mano". (Comprendo que es mucho pedir, pero hubiese sido un punto que una encuesta así se realizase a través, precisamente, de una carta manuscrita.) Que ya de entrada mi encuestadora quisiese saber si había escrito "alguna vez" una carta a mano me hizo comprender de inmediato que quien había redactado las preguntas pertenecía a una generación como mínimo millennial. Dios mío, tuve ganas de decir, ¡pero si me he pasado mi infancia y adolescencia escribiendo y recibiendo cartas! A mis padres, cuando estaba fuera de casa; a mis abuelas, las temporadas que alguna de ellas pasaba en otro lugar; a mis amigas y amigos, en circunstancias diversas y con diverso grado de intimidad; incluso escribí a desconocidos, por motivos varios, desde pedir un certificado a solicitar una beca (esos trámites que ahora liquidamos en un clic se resolvían entonces mucho más lentamente, por correspondencia). Y sin duda mi caso fue leve, pues puede decirse que viví los últimos coletazos de la época de esplendor de las relaciones epistolares: muy pronto las cartas personales quedaron sustituidas por el teléfono y este a su vez, unos años después, por el correo electrónico (últimamente, parece que nos comunicamos básicamente por whatsapp, ¿qué vendrá después?). Buena muestra de ello es que en las novelas del XIX y principios del XX los personajes consagran una cantidad asombrosa de tiempo a poner al día su correspondencia. "Dedicó el resto de la mañana a escribir cartas", es una frase habitual en las publicaciones de la época. Claro que si midiésemos el tiempo que ahora consumimos diariamente en atender a mensajes de móvil, e-mails y otras servidumbre de las pantallas que nos rodean, el resultado sería seguramente, más que asombroso, aterrador.
No pertenezco tampoco al bando de los que dicen que "la gente ya no escribe". No es cierto, se escribe muchísimo -¿no están ustedes todo el día contestando o generando correos electrónicos y mensajes?-, solo que el medio condiciona el discurso. La extrema facilidad con que el formato digital permite borrar, cortar y pegar hace que volquemos sobre la pantalla lo primero que se nos ocurre. No hay -no parece haber- necesidad de meditar antes lo que vamos a decir, si podemos corregirlo sobre la marcha. Puesto que los humanos tendemos por naturaleza al mínimo esfuerzo, el resultado suelen ser unos textos pobres tanto en cuanto a léxico como en cuanto a fluidez. Cosa que se ve agravada por la sensación -que desde luego no teníamos con las cartas escritas a mano- de que esos mensajes, compuestos de meros bits, son efímeros. Igual que los libros digitales se convierten, una vez leídos, en "libros fantasma", abrigamos la fantasía de que cualquier texto que no se fija sobre papel queda para siempre perdido en el éter. (Es una falacia, por supuesto, todo deja rastro.) Pero no es mi intención extenderme sobre esto, o no hoy al menos.
Podríamos decir que la comunicación interpersonal, el contenido (más o menos) lo conservamos. Lo que indudablemente hemos perdido con la desaparición de las cartas manuscritas es esa parte de la personalidad de los corresponsales que quedaba plasmada en lo que no es propiamente el texto, en su materialidad: la elección del papel, del instrumento de escritura (pluma, bolígrafo, color de la tinta...), del sobre e incluso de los sellos; y, sobre todo, la letra peculiar de cada cual, su tamaño, su inclinación, las líneas más o menos rectas y los márgenes más o menos generosos. Cuando uno recibía una carta, todo en ella rezumaba individualidad. Con solo ver cómo estaba escrita la dirección en el sobre, sabíamos al instante quién nos había escrito. Y, si por casualidad el remitente nos era desconocido, todo esos elementos nos ayudaban a hacernos una idea cabal de cómo sería. Había letras nerviosas y atropelladas, o bien ampulosas y seguras de sí mismas, mientras que en la poca habilidad para trazar otras se traslucía bien a las claras el nivel cultural de su autor. Cuando solo se escribía a mano, la educación recibida se transparentaba en la letra: recuerdo que mis dos abuelas -que casualmente habían ido al mismo colegio de monjas, aunque con algunos años de diferencia- tenían una letra muy parecida. Siempre imaginé, al leer sus cartas, a unas niñas con delantal y una abundante cabellera rematada por un lazo, inclinadas horas y horas sobre sus pupitres, trabajando esa caligrafía uniforme que demostraría que eran señoritas bien educadas.
Ahora podemos acceder en unos segundos a la foto de perfil e incluso a las fotos de las vacaciones de casi cualquier remitente, incluso a las de su gato (y, Dios no lo quiera, a otras imágenes más comprometidas). Paradójicamente, esto nos dice menos de su personalidad de lo que, unas décadas atrás, una carta manuscrita nos hubiese revelado. Sí, no hay duda, eso se ha perdido para siempre. Tal vez nos comunicamos más, pero sin duda peor.
Imagina ELENA, que mi relación de pareja comenzó como epistolar: un anio escribiéndonos "como amigos", luego "empezar a salir", aunque vivíamos en distintas ciudades, y tres anios más de cartas solo interrumpidas por irnos a vivir juntos, allende los mares. Hay casi 400 en total creo... Habría sido nuestra relación la misma con email o whastapp? No, tampoco peor, simplemente otra. Lo que noto distinto es la velocidad en q vivimos ahora: entonces, enviabas la carta y hasta pasadas dos semanas no recibirías otra: era como lanzar una botella con un mensaje al mar.
ResponderEliminarEn plan más cercano, tengo un amigo desde los 16 anios que odia todo lo digital. Siempre nos escribimos cartas, luego pasamos a email, pero luego él volvió a las cartas (dibuja en los márgenes) y hace dos anios se enfurrunió, pq quería q yo también volviera al papel, pero yo le contestaba por email. Será q no me atrevo a escribir con esa reflexión del papel de la q hablas, q ya no sé escribir así? O lo q me he contado, la falta de tiempo? Si es esto último, lo retomaremos en la jubilación :)
besos
di
Qué gracia lo de vuestra relación epistolar, Di. Pero es un recuerdo precioso. Seguro que si hubieseis hecho lo mismo por e-mail, ahora habrías perdido todos los mensajes. Ese es otro tema, la permanencia del papel frente a los bits. Lo explica de manera muy bonita Irene Vallejo en "El infinito en un junco" (entre otras muchas cosas, claro).
EliminarYo casi no recuerdo cuánto hace que no escribo una carta a mano. Ah, sí, hace dos o tres años, a una amiga también recalcitrante. Se me hizo raro, la verdad.
Sí, es terrible pensar que todos estos formatos no permanecerán (cómo almacenas lo escrito en el blog?-si lo haces). Otra cosa es meterse con esas cartas... afortunadamente las tengo en Vetusta y si alguna vez las he mirado... arghhh, quién es esa extrania? Lo mismo con las fotos (tb encontrarse extrania, pero a eso estamos todos más acostumbrados), qué drama será que lo q no imprimamos se perderá.
EliminarAhhhh qué ganas tengo de leer el libro de Vallejo! Te conté que fue a clase (Filología Clásica) con mi hermana, y me dice "siempre fue una sabia como de otro tiempo y lugar"... El otro día leí un artículo (colabora con el País) q me encantó "Entre asesinos"
hugs
di
Lo del almacenamiento... ni me hables. Hace tiempo que he asumido que todo lo que hago en digital desaparecerá tarde o temprano. Aunque sea simplemente por obsolescencia del soporte: tengo en mi casa aún disquetes de esos que ya no lee ningún ordenador. Seguro que están llenos de cosas interesantes, pero nunca las podré recuperar.
EliminarAproveché mi confinamiento británico para leerme el libro de Vallejo. Estaba dudosa de si comprármelo, porque me parecía que buena parte de lo que allí explica ya lo sabría. Y así es, pero lo cuenta tan bien y, sobre todo, hace unas asociaciones tan interesantes, que me ha valido mucho la pena.
Justo esta mañana he comentado en voz alta que me siento muy señora del XIX, pues dedico cada mañana a contestar los correos. Soy de las que han cambiado las cartas por el correo electrónico, pero sigo escribiendo muchísimo. Ah, y de vez en cuando recibo carta porque tengo una amiga fabulosa que se resiste a perder las buenas costumbres. Besos.
ResponderEliminarSí, como habrás comprobado, seguimos escribiendo cartas, aunque ciertamente a la correspondencia electrónica le falten muchos de los elementos que hacían las cartas manuscritas tan entrañables.
EliminarAquí la "amiga fabulosa" de Mónica :)
ResponderEliminarOs parecerá mentira, pero ahora más que nunca puedes encontrar papeles de carta y sobre bonitos (en internet, claro), y bueno, yo mantengo la costumbre de escribir cartas y postales a mis amigas, familiares que viven lejos, e incluso gente de otros países que conozco gracias al blog. Hace muchísima ilusión enviar cartas y recibirlas, y te obliga a tomarte tiempo y pensar realmente en lo que quieres decir.
Me ha encantado el post, sobre todo el detalle de las letras de las abuelas, tan parecidas :)
Chaooo
Hola, Isi, me encanta conocer a una de las irreductibles de la correspondencia a mano. Tú y unos pocos más sois los que seguís llevando la antorcha. ¡Y no deja de ser paradójico que los papeles de carta los compres a través de internet! La modernidad se filtra en todos los rincones.
EliminarYo soy de las que echo de menos escribir cartas. Y si no lo hago es porque sale mi lado egoísta: quiero recibir respuesta. Me conformaría que me contestaran por email como hace Di Vagando con su amigo, pero es que la gente (la gente en este caso es igual a mis amigos) está tan vaga, que ni eso. Pero era un auténtico placer. Todo lo que has comentado, Elena, lo hacía yo: elegir bolígrafos, plumas, colores de tintas, hojas, sobres... Un placer.
ResponderEliminarUn abrazo.
Jaja, Dorotea, recuerdo a mis 13 años haberme pasado horas en la papelería eligiendo papeles de carta (sospecho que todos muy cursis)...
EliminarEs que todo ha perdido valor; las cosas, las palabras, ¿cuánto valen hoy? Y el tiempo, nuestra apreciación del tiempo ¿O cómo explicar a un nativo digital la expectativa, la sorpresa al abrir el buzón, al rasgar el sobre...? Tu preocupación por perder contenidos de la red, solo esa preocupación, puede dar una indicación de la generación a la que perteneces (mejor dicho, a la que seguro que no). Me dicen que en muchas redes los contenidos se borran solos a las 24h. Contenidos de pocos caracteres + imágenes captadas al vuelo, porque sí, porque todo el mundo lo hace. Útiles o no, feas o hermosas, a quién le importa. En mi opinión, es esa pérdida de consistencia y de esperanza (o perdurabilidad, o como se prefiera decir) lo que hace absurdo el hecho de coger un papel, un boli, y dedicar una hora, puede que más, a pensar despacio y a escribir. Todo el “ecosistema” ha cambiado. Entiendo muy bien la nostalgia de las cartas ("todo rezumaba indicidualidad..." exactamente, todo parecía valioso y único), pero resucitarlas, creo yo, sería como clonar al diablo de Tasmania sin “clonar” también una isla, una Tasmania como la antigua, en la que él tenga sentido.
ResponderEliminarCierto, Barbie, nuestra percepción del tiempo ha cambiado, ahora lo queremos todo rápido, ya mismo. Para enseguida dejarlo de lado, sustituido por el siguiente estímulo instantáneo. Frente a esto, el mundo de la correspondencia antigua y sus dilatados tiempos parece algo remoto. Lamentablemente, no lo vamos a resucitar, aunque a veces nos gustaría.
EliminarYo también echo de menos las cartas, escribirlas y recibirlas.
ResponderEliminarRecuerdo el tiempo que dedicaba a redactarlas, a no cometer faltas, a contarlo todo sin dejarme nada.
Recuerdo la espera, la emoción, la sensación de alegría o decepción si al sacar el sobre del buzón era más delgado de lo que yo esperaba.
Besos.
¡La alegría que daba sacar del buzón un sobre abultado, que prometía un largo rato de lectura! Y nos aseguraba que nuestro corresponsal nos había dedicado un buen pedazo de su tiempo, señal inequívoca de afecto.
EliminarEs estupendo este artículo. Yo he sido siempre muy forofa de las cartas y de la caligrafía. Tengo una caja de cartón llena de cartas recibidas con los años: y al volver a mirar cómo eran y con quién me escribía, he reflexionado mucho acerca de los distintos niveles de cultura y de mi poca percepción entonces de con quién perdía el tiempo y a quién brindaba mi amistad. Ahora soy mucho más selectiva. Antes pensaba que yo me había equivocado, pero al mirar desde hace tres años a la gente que está en facebook y ver el panorama, creo que yo simplemente me topé con lo que estadísticamente era más probable, no que yo tuviera tanta mala suerte ni tan mal criterio. De modo que lo de las redes sociales me ha aportado una visión de conjunto más afinada, en cambio lo de las cartas a mano te daban una visión de la persona más cercana, pero quizá no el espíritu crítico o de selección para valorarlas y clasificarlas según prioridades y también descartarlas y tirarlas a la papelera.
ResponderEliminarInteresante reflexión la tuya, Pavitra. Recuerdo haber mantenido alguna amistad epistolar de pequeña, que inevitablemente se fueron diluyendo andando el tiempo. Coincido contigo en que establecían un vínculo más cercano que el de los "amigos" de Facebook, una red social que detesto, la verdad.
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