Uno de los increíbles "bodegones" anatómicos de Frederik Ruysch
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El lema de Montaigne era que no había que preocuparse por la muerte: "Si no sabes cómo morir, no temas: la naturaleza te dirá qué hacer en el momento, de manera plena y suficiente. Ella hará ese trabajo para ti a la perfección, así que no te preocupes por eso". Es posible -aunque dudoso- que el tránsito hacia el otro mundo (vamos a suponer que exista eso) fuese más sencillo en el siglo XVI. E nuestros días, sin embargo, una experiencia bastante común entre todos aquellos que han vivido de cerca la muerte de sus allegados es que es morir es un proceso no sólo terrible, sino a menudo muy difícil. Todo esto viene a cuento de que acabo de leer el obituario del doctor Sherwin B. Nuland, autor de Cómo morimos, un libro capital en el cuestionamiento de cómo nos acercamos a la muerte en este siglo XXI. Puedo decir sin exagerar que esta obra me marcó. La debí leer poco después de su publicación en España, hacia 1998. Por primera vez, había estado en contacto con alguien cercano en el lento proceso que le llevó a la tumba y algo se había revuelto en mi interior. La muerte, eso tan aséptico y lejano (cuando uno es joven, es inmortal), se había convertido en una fea realidad que no sabía como manejar. En una de estas coincidencias providenciales que nos ocurren a todos los lectores, encontré el libro de Nuland.
En Cómo morimos, este cirujano y profesor de Yale pasa revista a las causas más comunes de muerte no accidental y los pasos que llevan al desenlace final. Les adelanto que no es una lectura agradable, no se deja nada en el tintero. ¿Por qué tanto encarnizamiento?, dirán. La intención de Nuland era desmitificar la muerte, haciendo que el proceso resultase más familiar, de manera que los moribundos pudieran tomar las decisiones que afectasen a su tratamiento con un mayor conocimiento de causa y con expectativas razonables. "La enfermedad final que la naturaleza nos inflija determinará las circunstancias en que habremos de decir adiós a la vida, pero, en la medida de lo posible, nuestras propias elecciones deberían ser el factor decisivo en el modo en que esto se produzca." Nuland no sólo es implacable con el lector; también lo es con la clase médica (y con él mismo), a la que reprocha su empeño en ver a la muerte como un enemigo a vencer a toda costa, por encima del propio paciente, a quien atormentan con tratamientos finalmente inútiles. El libro ganó el National Book Award y propició un amplio debate sobre cuáles debían ser límites de las terapias aplicadas a pacientes terminales, en el marco de las corrientes emergentes en torno a la "muerte digna".
Por mi parte, creo que salí fortalecida de esta lectura. Desde entonces, por desgracia, he tenido que vivir algún otro episodio de enfermedades terminales. No puedo decir que hayan resultados menos devastadores emocionalmente. El dolor del que ve morir a un ser querido es siempre el mismo, no importa cuán preparado esté uno. Pero, de algún modo, con el bagaje adquirido gracias a Nuland, tuve la sensación de que era capaz de mirar a la cara a la muerte, en vez de esconder la cabeza debajo del ala. Conocer aquello a lo que te enfrentas no hace que el combate sea menos duro, pero sí que estés preparado para librarlo,
Nuland confesaba en esta obra que, al igual que la mayoría de sus lectores, su ambición era morir sin sufrimiento, "rodeado de las personas y las cosas que amo". Espero sinceramente que su deseo se haya hecho realidad.
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